domingo, 16 de diciembre de 2012

ESCATOLOGIA III: ¿Resurrección corporal?


En la Biblia la palabra “cuerpo” no significaba lo mismo que para nosotros, pues en su cultura, la hebrea, utilizaban el término “basar” referido siempre al hombre entero, no a una parte del mismo. Con él querían expresar a todo el hombre en su limitación, contingencia y necesidad. Pablo lo refería también al hombre pecador. Otras veces también se referían con él al grupo humano al que pertenecían.
Lo mismo ocurría con el término “nefesch” no referido nunca al alma como nosotros solemos entenderlo. Con él hacían referencia también al hombre entero en cuanto ser vivo, dotado de vitalidad, organizado y con funciones no sólo materiales sino también espirituales.
Ambos términos, cuando la Biblia fue traducida al griego en torno a los años doscientos setenta y cinco antes de Cristo, se hizo con los términos griegos “sarx” y “psijé”, pero estos ya no significaban lo mismo que los términos hebreos “basar” y “nefesch”. En griego con “sarx” querían expresar la parte material del hombre y con “psijé” la parte espiritual, pues entendían al hombre como un ser compuesto de dos partes, una material y otra espiritual. Algunos añadían una tercera parte que llamaban “pneuma” o espíritu en castellano, según la postura filosófica que adoptaban, siempre desde la cultura griega, —no la bíblica— en la que se expresaron sus concepciones. Estos términos pasarían al latín como “anima” y “corpus” que en castellano se tradujeron como “ alma” y “cuerpo”.
Lo importante a retener para nuestro propósito son las distintas antropologías que manifiestan las diversas traducciones y los distintos vocabularios. Una bíblica fundada en la unidad del hombre, otra griega que distingue en el hombre dos partes, una espiritual —el alma— y otra material llamada cuerpo, según dos líneas filosóficas principales: la platónica, que prima la existencia del alma y menosprecia la importancia del cuerpo, y la aristotélica que prima al espíritu unido al alma y al cuerpo.
Ni que decir tiene que hay que llegar a Santo Tomás para, apoyándose  en Aristóteles y su hilemorfismo, se llegue a una síntesis superadora del platonismo que se había vivido preferentemente hasta él. La propuesta de Tomás de Aquino fue que “anima est forma corporis”, el alma es la forma del cuerpo. Así se expresó también el Concilio de Vienne diciendo, además,  que es la “forma substancial” del cuerpo (1).
Aunque doctrinalmente el Magisterio eclesiástico enseñó la unidad substancial del hombre, hay que decir que lo mismo en la predicación que en la iconografía religiosa, en documentos del mismo Magisterio que en la concepción más general en el mundo cristiano, lo que ha seguido dominando es la concepción griega hasta nuestros días. Se enseñaba que el hombre era un ser compuesto de alma y cuerpo, que la muerte era la separación de ambos, que entre muerte y resurrección hay un estadio intermedio en el que las almas —separadas de sus cuerpos— viven ya eternamente felices o eternamente desdichadas salvo las que purgan el mal cometido en vida, aunque hayan sido perdonadas, hasta que paguen el último céntimo de su deuda o que venga en su auxilio la Virgen del Carmen. (2) Unos dicen que “entierran a sus muertos”, otros que “los cuerpos de sus familiares o amigos”, otros dicen que van a los cementerios “a visitar a sus deudos”, e incluso los que los han incinerado se refieren a ellos “allá donde estén”, o “desde arriba”, o “desde el cielo.
Como se ve es toda una manifestación de concepciones que chocan con una antropología y una escatología que conlleven una concepción del hombre actualizada. Pero, sobre todo, indican, como mínimo, un menosprecio de lo material y de lo corpóreo, como si no fuera otra cosa que obstáculo hasta para la misma salvación. Un ejemplo antiguo nos lo ofrece el padre del desierto Doroteo que decía “(el cuerpo) me mata a mí y yo lo mato a él” (3) y más modernamente el libro “Camino” del santo Escrivá de Balaguer: “si sabes que tu cuerpo es tu enemigo, y enemigo de la gloria de Dios, al serlo de la santificación, ¿por qué lo tratas con tanta blandura?” (4). Al cuerpo se le vincula la enfermedad, el dolor, el sufrimiento, el pecado y la muerte. Todo lo negativo de nuestra existencia.
Qué diferente es el lenguaje del Concilio Vaticano II: “uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, estos alcanzan su cima y elevan la voz para la alabanza libre del Creador. Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra ya que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día”
También indican una concepción contraria a lo que nuestra propia fe y nuestra propia experiencia cristiana manifiestan constantemente, que es la situación de cambio —transformación— en la que estamos, nos desenvolvemos y en la que permanentemente somos introducidos desde el principio de nuestra existencia hasta  el final. Estos cambios o transformaciones tienen tres hitos fundamentales que afectan a la totalidad del hombre y a la del mundo universo. L.A. Schokel (5) los utiliza aplicándolo a la Eucaristía, son la creación, la encarnación y la resurrección. Son tres cambios definitivos.
1. El cambio de la creación.
Es un cambio primigenio y permanente, de la no existencia a la existencia, está en el origen de todo ser creado. Sea por un acto creacionista, sea mediante una evolución. Creemos en una intervención divina  única  capaz de trascender la nada bien directamente por un acto creador de cada criatura, bien impulsándolas a auto-transcenderse mediante la utilización de otras causas involucradas en este proceso de complejidad creciente que llamamos evolución.
Para nuestro propósito nos interesa resaltar que el objetivo de la creación concreta del hombre —bien directamente, bien por evolución— no ha sido el cuerpo o el alma sino el hombre en su integridad. No como una consecuencia individual de su especie, ni como una réplica o clonación de sus padres. Ni de la simple biología ni de la individualidad de la especie puede nacer una persona. La aparición de esta supone un plus que sólo puede ser originado por la acción creativa de Dios ya que supone una auto-trascendencia, en un salto cualitativo de la simple biología que siempre es repetitiva. Cada persona es única e irrepetible (6).
Objeto de la creación de Dios que ha querido crear un hombre y, consiguientemente, un ser corpóreo.
Todo lo cual nos indica que el cambio creacional no se puede retrotraer solamente a un inicio del salto de la nada al ser de la persona en su condición corpórea, sino que se está realizando siempre, continuamente, porque todo lo creado necesita ser sostenido si no quiere volver a la nada y es impulsado a saltar —auto-trascendiéndose— en un proceso que Theilard de Chardin fijó como biogénesis—noogénesis—cristogénesis. (7)
Por tanto, si lo creado es el hombre entero como persona, tenemos que admitir que su corporalidad es constitutiva de su persona, objeto de  la creación de Dios como hemos dicho antes, pues ha querido crear un hombre, consiguientemente, un ser corpóreo. No una parte de la persona. Por esto no puede ser reducida a pura biología pues es componente del ser personal objeto de la creación.
Sorprende, por tanto, que haya tanta gente que comprenda el cuerpo sólo en su aspecto físico biológico y que, consiguientemente, aunque sostengan la unidad sustancial del hombre, sin embargo, se muevan en un dualismo práctico donde el alma llevaría la mejor parte —correspondiéndole la inmortalidad— y el cuerpo la peor —correspondiéndole el enterramiento, la incineración...— y, mientras piensan que están unidos, el dolor, la enfermedad… etc. No vale decir con algunos, para salvar este dualismo, que el hombre es un espíritu encarnado porque espíritu es el sustantivo —por tanto llevaría la mejor parte— y cuerpo sería el adjetivo llevándose la peor.
No hay, por tanto más forma de superar el dualismo que sosteniendo, con todas sus consecuencias, la unidad sustancial del hombre, ni más forma de salvar la creación integral del hombre, también con todas sus consecuencias, que sosteniendo que la corporalidad es la forma de ser de la persona humana y no sólo en esta vida sino también en la otra. Por eso, desde los comienzos de la fe cristiana —también lo era ya en la judía— siempre se sostuvo la resurrección de la carne.
Pero, aquí se presenta una dificultad seria de comprensión fundamentada en una experiencia y es ¿cómo entender esa corporalidad ya en esta vida pero sobre todo en la resurrección, cuando lo que observamos es la desaparición por corrupción o incineración de la misma?
En esta vida el soporte de la corporalidad de la persona es la materia. Esa materialidad le es necesaria para vivir una existencia espacio‑temporal, pero abarca mucho más de lo físico y lo biológico, no es reductible a la física y la biología. Ciertamente vive en el tiempo, pero vivido en libertad. Tiene un componente físico biológico pero en una historia personal y colectiva. De tal forma que permiten a la persona edificarse y evolucionar y crecer a través de un cúmulo de relaciones que la constituyen, que la hacen ser criatura y desplegarse en su mundo. Su propia materialidad, vivida en el espacio y el tiempo en lo más radical de la persona, que es su libertad, se trasciende. Es materia, pero trascendida en su corporalidad, lleva un plus que es su integración en la persona. Pura materia es una prótesis o un aparato ortopédico pero, por muy útiles y perfectos que sean, no son cuerpo. La corporalidad es materia trascendida que constituye y revela siempre a la persona ya que es su forma de ser espacio-temporal.
Entendida así la materia, trascendida en la corporalidad del ser personal, hace comprensible que, cuando la persona pasa la barrera de la muerte, del espacio y del tiempo, su condición puramente física o biológica –su corporeidad material- ya es insostenible, ya no edifica en libertad, ya no construye ni desarrolla historia alguna, por eso debe abandonarse. Pero la persona no desaparece, ni nada de lo que la ha constituido y edificado, ni el cúmulo de relaciones que componen su ser y que permitieron que su materia –su corporeidad- se trascendiera en corporalidad. Por eso, como quien es transformada por la resurrección es la persona, en ella es asumida su corporalidad y transformada con ella. En la otra vida, por tanto, la persona la vive con su corporalidad. Nada de lo que la constituyó se pierde, pues dejaría de ser persona.
2. Un segundo cambio en este proceso transformador de lo corpóreo humano es sin ninguna duda lo que entendemos como misterio de la encarnación. Lo dice solemnemente el evangelista Juan en su prólogo: “y la Palabra se hizo carne”(1, 14). Esta Palabra, según su propia expresión es la que “estaba junto a Dios y era Dios”. Es el cambio más asombroso que ha existido en el mundo en todos los tiempos. ¿Qué nos dice para nuestro propósito?
Lo primero que nos dice es que el hombre, y consiguientemente el Verbo divino, la Palabra encarnada, son corporales. El termino que utiliza el evangelista es sarx —es el hombre limitado, contingente, necesitado— esto es, que la Palabra —Dios— se ha hecho corpóreo. No se ha embutido, metido o revestido de la condición humana sino que ésta ha comenzado a ser en el mismo instante en que la Palabra —Dios— se hace carne asumiendo la limitación y la contingencia de la sarx. No ha habido un solo instante en que ésta haya existido antes para que fuera asumida por la Palabra. De ser así en Jesús habría dos personas, una divina y otra humana —la que asume y la asumida— y su corporeidad sería independiente de Dios. Ha asumido una existencia material trascendida en la corporalidad de la persona. Esto es hacerse sarx. La consecuencia es clara: esta existencia corpórea ha sido pretendida por Dios y es manifestación suya al hacerse sarx, hombre con todas las consecuencias, menos en el pecado. Todo en Él es revelación de Dios en la carne. Que no es sólo el Creador sino también el Padre, que su naturaleza está en el ser amor, que ama al hombre hasta hacerse uno con él, que todo en Jesús es manifestación del querer del Padre. Consiguientemente, que toda su naturaleza corporal es revelación de Dios porque ser Dios ha querido serlo como sarx.
Pero esta condición corporal del Hijo de Dios —la Palabra— produce tal cambio en la creación entera, pero particularmente en el hombre, que éste ya no podrá ser plenamente hombre, si no está unido corporalmente —corporativamente— a Él. Su corporalidad afecta a la humanidad entera que tiene que ser recapitulada en Cristo como magistralmente expone Col. 1, 15-20. Esto es, tiene que ser Cuerpo de Cristo del que es su cabeza (1ª Cor. 6, 15-20). Esta corporalidad de Cristo, que es al mismo tiempo corporalidad participada del hombre, supone un salto cualitativo de lo puramente material natural a lo trascendente y espiritual en el que participa, por pura misericordia divina, toda naturaleza humana. El cambio —transformación— que provoca la encarnación es de tal profundidad que sólo mediante la revelación nos podemos hacer una idea de hasta donde ha llegado la corporalidad humana unida a la corporalidad de la Palabra hecha sarx  —carne— “porque es necesario que éste ser corruptible se vista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad” (1ª Cor. 15,53).
3. Con esto llegamos a este tercer cambio o transformación que anunciábamos. Si como venimos diciendo la materia, en su condición física y biológica —no trascendida en corporalidad— no se necesita en la vida gloriosa y, consiguientemente, se queda aquí y se entierra, se incinera o la devora una fiera o se la comen los gusanos, lógicamente podemos preguntarnos qué pasó con el cadáver de Jesucristo porque, como primogénito de entre los muertos, es también en esto anticipo de lo que sucederá a todos los que mueren.
El cadáver era lo puramente material que quedaba después de su muerte. Pero era la materialidad de la corporalidad de Dios manifestada en la carne. Ya no era cuerpo pues éste supone siempre una materia animada y organizada no en descomposición. Como hemos dicho ya, la corporalidad es constituyente de la persona que, junto con ella, es glorificada después de la muerte. No puede desaparecer porque desaparecería la persona. Su materialidad ya no corporalidad ¿en qué deviene?
En los que eran ejecutados, en su gran mayoría, eran arrojados a una fosa común, otros eran comidos por alimañas incluso estando en la cruz, otros, lo menos eran recogidos por sus deudos y enterrados, ¿fue algo de esto el destino de los restos mortales de Jesús? La verdad es que cuesta creerlo si nos atenemos a las narraciones y también al estar acostumbrados a ver y llevar crucifijos. Hay una repulsa, más sentimental que documentada, a que esto sucediera con sus restos. Pero del hecho de ser puesto en un sepulcro, según las narraciones, no se sigue otra cosa que su descomposición pues, recuperar su existencia anterior espacio-temporal, es imposible en un estado glorioso. Esto hablando desde la racionalidad de lo que acontecía y de lo que sucede normalmente tras la muerte.
¿Entonces? ¿Pudo haber una intervención sobrenatural que rescatara incluso la pura materialidad de su cadáver de las garras de la muerte? ¿Lo que fue el soporte de su corporalidad, no merecía un destino distinto mediante una transformación en la energía que se le reconoce al Resucitado? (Filp.3, 21). ¿No tendrá razón el gran místico P. Theilard de Chardin al hablamos del rostro bifaz de la materia y de su salto cualitativo en la cristogénesis?
 “Esto es la deriva general de la materia hacia el Espíritu. Este movimiento ha de tener su término. Un día toda la substancia divinizable de la materia habrá pasado a las almas; se habrán recuperado todos los dinamismos elegidos y nuestro mundo estará dispuesto para la Parusía”.
 “Materia fascinante y fuerte, que acaricias y virilizas, materia que enriqueces y que destruyes, confiando en las influencias celestes que ha purificado tus egos (se refiere al bautismo) me abandono a tus poderosas capas. Ha pasado a ti la virtud de  Cristo. Arrástrame con tus encantos, nútreme con tu savia. Enduréceme con tu resistencia. Líbrame con tus arranques. Y, en fin, por toda tu misma, divinízame”. (8)
Entonces, es más que probable que todo lo material y físico haya sido transformado en energía. ¿Qué energía? Aquella que corresponde a la transformación y dinamismo de su resurrección. ¿Esto sería extensible a todos los que mueren? No necesariamente. Pero si nos fijamos con profundidad en la encarnación, el impresionante cambio que provoca en la naturaleza humana hace que toda ella esté afectada. Lo que provoca una unión y una pertenencia a aquel por el que esta transformación y cambio se realizan. Juan lo compara con la vid y los sarmientos (Jn. 15) y Pablo con el cuerpo (1ª Cor. 12, 12-31). Si es propio del ser humano por la encarnación del Verbo —no porque se le deba a su naturaleza “pues por pura gracia somos salvados (Ef 2,5)— es lógico pensar con Pablo que todos con Él resucitaremos como cuerpo —corporativamente (Rom.6, 5)— suyos que somos y que esta resurrección alcance a la totalidad de lo que aquí hemos sido, por tanto a nuestra condición corporal.
Se entiende, después de todo lo dicho anteriormente, que la corporeidad que nos constituyo en nuestra historia espacio-temporal, no puede ser de la misma naturaleza física y biológica ya que nuestra existencia resucitada es ya gloriosa y no necesita de la materia física y biológica para seguir existiendo, pero todo lo que esta aporto a nuestra condición de personas, transformado con la persona por la resurrección, nos seguirá individuando y constituyendo. No recupera aquellos elementos que la constituyeron, pues no vuelve a una existencia como la que antes tenía, deja de tener aquella corporeidad pero mantiene la corporalidad de la persona glorificada en la corporalidad del Cuerpo de Cristo. Conserva todo lo que le edificó, por eso en las apariciones muestra, porque las conserva las huellas gloriosas de su pasión y las muestra (Jn. 20, 20).
La condición gloriosa del Resucitado afecta a la totalidad de la existencia humana de tal modo que todos resucitaremos porque Cristo ha resucitado (1ª Cor.15, 22). Su condición gloriosa conlleva una energía “capaz de transformarlo todo”(Filp. 3, 21), que está permanentemente actuando como actúa el Padre (Jn. 5, 19; 14, 10).El Cristo glorioso es el mismo que históricamente vivió entre nosotros y fue crucificado. Esto quiere decir que todas sus actitudes a favor de los hombres y su entrega salvadora no se han perdido sino que siguen actuando pues su amor no sólo no ha cesado sino que ha llegado a su plenitud.
El está actuando con una energía transformante que es la misma del Padre a favor de todos y cada uno de los hombres. ¿Qué energía es esa capaz de transformar al hombre y conducirlo a su plenitud en Él? No puede ser otra que la del Espíritu. Es éste quién desarrolla el dinamismo de la acción salvadora de Cristo plenificada en su resurrección, trasformando esta humanidad nuestra en auténtica humanidad de Cristo. Todos nosotros vivimos afectados por ese dinamismo transformante del Espíritu del Resucitado, influidos permanentemente por su energía. Es como una fuerza poderosa que nos mueve constantemente hacia la plenitud de nuestro ser en Cristo. “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hech. 17,28).
RESUMIENDO
1. La resurrección corporal es una cuestión que deviene ininteligible si no se la sitúa en el marco adecuado y no independiente de él. También si no se abandonan determinados prejuicios enraizados en el imaginario más habitual del cristiano medio.
2. Este marco es el mismo del proyecto de Dios sobre el hombre.
3. Ese proyecto se sostiene en tres pilares fundamentales: la Creación, la Encarnación y la Resurrección.
I. Creación.
4. Porque el hombre es un ser creado todo lo que le constituye e integra ha sido pretendido por Dios.
5. Según el proyecto original de Dios, el hombre es una unidad substancial y como tal ha sido querido por Dios.
6. Desde esa unidad podemos distinguir metafísicamente una interioridad que anima, vivifica y organiza, que en la tradición griega surgida con la traducción al griego llamada de los setenta, llamamos alma. Aunque este término no se corresponde adecuadamente con la tradición bíblica.
7. Esa interioridad se manifiesta y se vive al exterior en una materialidad que dicha tradición ha llamado cuerpo.
8. Ninguna de las dos es más importante que la otra pues ambas son constituyentes de la persona y ambas contribuyen al desarrollo y plenitud de la misma.
9. Por tanto no se puede menospreciar lo corpóreo del hombre ni sobrevalorarlo, como si este tuviera dos partes que lo integraran y  que pudieran separarse. Su distinción es de orden metafísico como lo es su naturaleza que es única en la unidad de la persona.
10. La corporeidad es la naturaleza que corresponde al hombre como ser creado según el proyecto creador de Dios.
11. Esta corporeidad se sostiene en la materia física y biológica, que permiten a la persona serlo en el espacio y el tiempo de su libertad y su historia. Se corresponde con la existencia espacio-temporal que vivimos los humanos en este primer período de nuestra existencia.
II. Encarnación.
12. Pero un acontecimiento trascendente, y al mismo tiempo histórico, afecta al hombre creado por Dios y es que Éste, en la segunda persona de la Trinidad, se ha hecho carne.
13. La carne —sarx— no es simplemente el cuerpo o lo material de la persona. Es la persona entera —en su totalidad— en cuanto que es un ser necesitado, limitado, contingente. Es esta totalidad la que ha pasado a ser naturaleza de Dios mismo, consiguientemente también su corporeidad, tanto física como biológica en su libertad e historicidad espacio-temporal.
14. Es en esa corporeidad donde Dios se manifiesta y actúa. Lo cual produce un cambio —una transformación— en toda la naturaleza humana. De corporeidad —lo físico y biológico— pasa a ser corporalidad. Esto es, se trasciende individuando y manifestando a la persona, creando y manifestando una relaciones, que la edifican y construyen, que surgen de la unión del Verbo con la sarx. Ya no es simplemente un ser creado. A la relación entitativa que existe entre el Creador y la criatura se añade la relación que surge entre quién es el Hijo de Dios con quienes en Él —es decir, por la unión surgida— son constituidos hijos de Dios.
15. La corporeidad de una materialidad física y biológica espacio-temporal se trasciende en una corporalidad que supera lo puramente material, edificando a la persona mediante un cúmulo de relaciones que la constituyen no sólo en el ámbito de lo creado sino en el ámbito trascendente de su relación con Dios, con los demás, la iglesia, su mundo... con quienes está unido por el acontecimiento de la encarnación. Es en Jesucristo donde esa unión es personal, pero el cambio —la transformación— afecta a la totalidad ya que unidos a Él lo estamos en una misma naturaleza.
16. El cuerpo no es pura materia física o biológica, es corporalidad, esto es, materia trascendida por ser constitutiva de la persona y por estar afectada por la encarnación.
17. Consiguientemente, distinguimos en el ser humano la corporalidad de la corporeidad. Aquella se refiere al cuerpo del hombre en cuanto que es cuerpo humano, referido al hombre entero, que no puede ser tematizado sino con una reflexión trascendente. Es constitutivo de la persona, la construye y manifiesta y con ella está elevado a un orden trascendente.
18. Por corporeidad entendemos lo puramente físico o  biológico de la materia, el modo de ser espacio-temporal de toda realidad material.
19. Esta corporalidad nos conduce a un hombre renacido del Espíritu de Dios y destinado a resucitar con Cristo a la vida eterna.
20. La unidad orgánica de los cristianos vinculados en el mismo cuerpo de Cristo a través de la fe y los sacramentos principalmente, conforman lo que llamamos su Cuerpo Místico.
III. Resurrección.
21. Por la muerte no se separa el alma del cuerpo, pues esta distinción realmente no existe más que en el plano metafísico. Muere el hombre uno y resucita el mismo hombre uno.
22. En la transformación que conlleva la resurrección, lo que se deja —cadáver— es lo puramente físico y biológico del hombre al no tener ya una existencia espacio-temporal. Deja su corporeidad material.
23. Lo que es transformado es la persona con todo aquello que la individua y constituye que es su corporalidad.
24. Por la resurrección se recupera —transformado con la persona— todo lo que hemos sido y somos pues, de otra manera, no seríamos las mismas personas, no seríamos nosotros mismos. Transformación que nos hace aptos para vivir la nueva existencia eterna y gloriosa.
25. Consiguientemente la corporalidad, que es constitutiva de la persona, resucita con ella. Con toda verdad podemos afirmar que la carne —entendida en su corporalidad— resucita.
26. Con la resurrección de cada uno, unidos a su Cabeza ya glorificada, se va conformando definitivamente el Cuerpo de Cristo hasta su plenitud en la Parusía.
NOTAS
(1) Conviene aclarar que, aunque lo diga el Concilio, no es exacto ya que la forma substancial lo es de la “materia prima”, no del cuerpo, pues este no existe sino posteriormente, es materia secunda. El hombre sería entonces un compuesto de dos existentes y consiguientemente, separables. Dualismo puro.
(2) Const. Benedictus Deus de Benedicto XII.DS.530. El mismo Catecismo de la Iglesia Católica cae en ese dualismo práctico después de haber proclamado la unidad sustancial del hombre. Nº 366-367 entre otros.
(3) Citado por A. Gones en “El cuerpo y la salvación”. Pág .43.
(4) José María Escrivá de Balaguer. Camino. 1965, nº 277.
(5) Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía. Cap 9. Sal Terrae.
(6) Creemos que esta es la forma correcta de interpretar la afirmación de Humani Generis de que el alma es creada inmediatamente por Dios, refiriéndola no a una parte del hombre sino a la persona. (Ds. nº 3896).
(7) L.A.Schoke1 (o. cit., pag. 109) lo expresa así “Cristo ya ha llegado al término para siempre; en él una humanidad singular ya ha llegado. El resto de la humanidad, el resto de la creación, siente ahora una atracción hacia arriba, hacia el futuro; y, por detrás, un impulso o empuje: la atracción de la gloria de Cristo, el impulso del Espíritu; como un viento que abomba las velas empujando la nave hacia su transfiguración. Como si la nave saliese de un meridiano de sombras a transfigurarse en blancura luminosa por la acción del sol que ya ha salido. Sometida a las dos fuerzas, se está transformando por dentro, “aunque todavía no se ve lo que vamos a ser” (1ª Jn. 3, 2)”.
(8) El Medio Divino 107 ss.

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