miércoles, 5 de diciembre de 2012

II. SACERDOTES. Libres para servir (3)


PRIMERA PARTE
II. Qué elementos la integran.
Tratemos, ahora de adentrarnos en su contenido fundamental y, al mismo tiempo, vayamos manifestando lo que en ella no puede comprenderse.
a) Una actitud
No se trata ni de una idea, ni de un sentimiento, ni de un pensamiento ocurrente, ni de un deseo sin traducción eficaz, ni tampoco de una virtud. Es una disposición que acompaña a todo acto virtuoso para que sea tal. Como tal disposición que mueve al hombre entero hacia algo, debe ser catalogada como una actitud. Interesa resaltar que abarca a la totalidad del hombre. Es un convencimiento y una decisión abarcante. No viene por casualidad o porque hoy estoy complaciente. Nace del convencimiento de que uno entero ‑todo yo y todas mis cosas -están en función del servicio y, por ello, estoy decidido a llevarlo adelante contra viento y marea. Lo cual permite a su vez crear aquellas condiciones objetivas para que el convencimiento y la decisión puedan ser reales y efectivos.
Siendo esto así, queda consiguientemente excluida toda disponibilidad cuyo origen y centro sean la rutina, el interés y el servir condicional.
— la rutina porque es la realización del servicio sin humanidad. Falta el compromiso del núcleo central de la persona. Ésta no está ni queda comprometida en el servicio. Es la ejecución de lo mandado, o lo que siempre se ha hecho, sin estar dispuesto a asumirlo haciéndolo personal. La realización del servicio es mecánica, pues falta el convencimiento y la decisión que nacen de la disponibilidad y que lo harían personal. Es esclavitud a la costumbre o a la norma sin libertad y, consiguientemente, sin humanidad.
— el interés la vicia en su misma raíz, porque tanto el convencimiento como la decisión no están en la línea que la disponibilidad demanda ‑el mejor servicio del Pueblo de Dios, traducción ministerial del seguimiento ‑ sino en otra línea radicalmente opuesta: la del propio egoísmo. Disponibilidad e interés se repelen. Aquella es libertad para servir y, éste, no reconoce otro servicio que el del aprovechamiento propio. Su finalidad vicia la actitud y el convencimiento y la decisión subsiguientes.
— el servir condicional o la disponibilidad temporal porque de antemano se ha renunciado a todo aquello que no sea el propio querer. Estoy disponible hasta conseguir lo que yo me propongo, o mi proyecto, o mi visión de las cosas, o mi línea, etc. etc., conseguido ya no. Esta disponibilidad no es para el mejor servicio del Pueblo de Dios, si lo es para mí realización personal, mis gustos, mis proyectos. La decisión de la persona no está en función de lo que se le encomienda, sino en función de sus necesidades o conveniencias que, una vez satisfechas, liquidan la disponibilidad.
b) Prontitud
Es quizá su elemento más característico. Decir dispuesto es lo mismo que decir estar pronto a servir. No analizamos, ahora, el servicio. Nos fijamos en la prontitud característica de la disponibilidad. Y lo primero que ésta sugiere es preparación. Estar pronto es lo mismo que estar preparado. También diligencia, es decir, ser cuidadoso, esforzado y eficaz en la ejecución del servicio. Otro matiz de la prontitud es rapidez, no dejar para mañana lo que puedo hacer hoy y dejarlo tranquilamente si no puedo. Una última faceta de quien está pronto para el servicio es estar ligero, ni se puede ser pesado, ni tener mucho ni ir muy cargado de cosas.
Todo lo cual nos dice que no es compatible con una disponibilidad así entendida:
la improvisación porque es impreparación. Y, lamentablemente, es muy frecuente cuando creemos "conocer bien el oficio" y, desde luego, en todo aquello que en la forma exige repetición.
la prontitud solo afectiva. La buena voluntad hace que muchas veces aceptemos y acometamos servicios para los que no estamos dispuestos –preparados- más que afectivamente. Porque nos gusta trabajar en tal o cual campo, porque nos ilusiona tal o cual proyecto. Pero no tenemos preparación alguna al respecto ni nos la buscamos. Creer, en estos casos, que la buena voluntad es suficiente, compromete el servicio que deja de ser tal por la disponibilidad meramente afectiva del sujeto.
el servir de cualquier manera y no como tal servicio al Pueblo de Dios requiere: ¡qué más da, el caso es que se haga! No, porque la cuestión no está en hacer cosas, y mucho menos de cualquier forma, sino en hacer lo que el servicio demanda que debemos hacer, y hacerlo bien pues el punto de referencia es siempre el querer de Dios en el servicio a su Pueblo.
el tardar, cuando es fruto de la pereza. Ésta es un pecado capital origen de otros muchos, diametralmente opuesta a la disponibilidad. Es preocupante con qué tranquilidad aceptamos la pereza propia o ajena, y muy curioso cómo valoramos los pecados contra la castidad -o los de soberbia- cuando son notorios, y como el vago notorio tiene plaza y asiento, sin escándalo notorio y permitiéndole mal llevar el servicio, per omnia saecula saeculorum.
el tener demasiado, es decir, el estar atado por tantas cosas poseídas que ni permite reaccionar a tiempo para un mejor servicio -alguien dijo que lo malo del bien es que siempre llega tarde-, ni servir decorosamente, porque a quien de verdad se está dispuesto a servir es a otros amos que nos inflan: el propio prestigio, el querer propio, el dinero, los cargos relumbrantes, etc. etc...
c) Abandono
Es una actitud profunda que conlleva la disponibilidad y que podemos condensar en la frase evangélica “dejarlo todo” (7) Estar dispuesto a dejarlo todo. Es una disposición que sigue al encuentro y debe realizarse puntualmente conforme se va conociendo el querer de Dios, la voluntad del Padre.
No es una disposición específica del sacerdote, sino genérica del ser cristiano y que en aquel se concreta en lo que le es específico: su ministerio. Debe estar dispuesto a dejarlo todo para embarcarse en el querer de Dios, el seguimiento de Jesucristo, en la forma que le es propia: el servicio a su Pueblo. La disposición es permanente pues acompaña el ser cristiano modelado por el ministerio. Y debe hacerse efectiva, dejando de ser mera disposición, en el momento en que el querer del Padre –seguimiento- se manifiesta concretamente. No entramos ahora en la exigencias del discernimiento de ese querer, pero si debemos dejar claro que o tenemos esta disposición o no hay seguimiento, o realizamos concretamente ese querer al ser conocido o no hay ejercicio cristiano del ministerio. Quedaría reducido a formalidades, rutinas, convirtiéndonos en funcionariado. Abandonarse al querer de Dios exige esta disposición a dejarlo todo. Desde luego todo lo que impide la realización de ese querer, todo lo que estorba al seguimiento. El dejarlo todo es como la otra cara del seguimiento. Para poder seguir hay que renunciar a todo lo que lo impide o estorba.
Por ello hay que estar prontos a abandonar todo impedimento a lo que un mejor servicio al Pueblo de Dios demanda. Y esto no debe jamás camuflarse con un pretendido "bien de la Iglesia". Situaciones que son escandalosas y auténtico mal para el Pueblo de Dios, oficios detentados sabiendo que producen mal... poner entonces como excusa para no abandonar el bien de la Iglesia, es una contradicción, ¿cómo puede ser bien de la Iglesia lo que es un mal para el Pueblo de Dios? ¿No estamos hablando de la misma cosa?
Por tanto, debemos estar dispuestos a abandonar tal cargo o servicio, cuando nos mantiene en él exclusivamente un interés personal o la rutina en contra del querer del Pueblo de Dios manifestado en sus personas más responsables o por la colectividad en cuanto tal. En estos casos, cuando se nos echa en cara nuestra incapacidad, apatía, pereza, etc., no podemos refugiarnos en que "somos mandados" pues, el estar dispuestos a dejarlo todo, es una exigencia primaria del ser cristiano sin la que no hay seguimiento ni ejercicio consecuente del ministerio. Ahí también hay mandato, pero de Dios. (8)
También debemos dejar todo aquello donde hay conciencia clara de daño a otros por nuestra incompetencia y el permanecer en ello es solo interés del grupo, institución o asociación, movimiento o tendencia eclesial, a quienes estoy vinculado. Todos sabemos que hay intereses en mantener o sacar responsable de tal cargo, tal parroquia, tal movimiento, etc. por la influencia que puedan ejercer, en un determinado sector o por simple amistad. A veces, el Pueblo de Dios tiene que soportar, sin comerlo ni beberlo, determinadas líneas, criterios, etc., que entorpecen su dinamismo, alteran su marcha, producen división, etc. La disponibilidad del sacerdote exige, para ser tal, el estar dispuesto a abandonar tales tejemanejes aún con el riesgo de enfrentarse al grupo o la amistad. Aceptar o mantenerse, sabiendo de nuestra incapacidad para tal cometido concreto, es condenar al Pueblo de Dios a ser rebaño en el sentido más gregario del término.
Pero lo que más claramente parece que debemos estar dispuestos a abandonar es la acumulación de cargos y no digamos de rentabilidades. La acumulación sea de cargos, sea de cargas, sea de prebendas es, sencillamente, inmoral. No se pueden aceptar más cargas que las que una persona humanamente pueda llevar. Tampoco deben aceptarse en exclusividad las que deban y puedan ser compartidas. Ni aceptar las que cierran el camino del mejor servicio a otros que, con igual obligación y derecho, deben asumir responsabilidades. Estas inmoralidades se convierten en injusticia al Pueblo de Dios si, debido a la acumulación, se mal llevan.
También es inmoral acumular cargos o servicios cuando son atendidos o desempañados por otros que no tienen el cargo o el servicio, porque es sencillamente injusto. Los cargos deben ser ostentados por aquellos que realmente los desempeñan. Lo contrario sería dar cabida a la imagen del figurón que hace injusticia a quien de verdad trabaja y falta a la verdad que merece el Pueblo de Dios. “Ayudaos mutuamente a llevar las cargas y así cumpliréis la ley de Cristo. Si alguno piensa que es algo no siendo nada, se engaña a sí mismo. Que cada uno examine su conducta y sea ella la que le proporcione motivos de satisfacción, pero sin apropiarse méritos ajenos. Porque cada uno debe llevar su propia carga” (Gal 6, 2-5)
Si esto es así de cargas y de cargos ¿qué no será la acumulación de rentabilidades? Siempre se opuso la moral cristiana al pluriempleo y el Evangelio a la riqueza (9). ¿Podemos decir más?
d) Aceptación
Lo mismo que debemos estar dispuestos a dejarlo todo en función del seguimiento, también debemos estar dispuestos aceptar el querer de Dios respecto del mismo, en la forma específica y concreta para la que fuimos ordenados. Aceptar es recibir lo que se nos da, ofrece o encarga. Embarcarse en el don, sin resignación posible, haciéndolo voluntad y querer propios. Hablar entonces de identificación, configuración, pertenencia, etc., es constatar la eficacia de la sacramentalidad específica del orden ministerial que va convirtiéndose en vida: la realización de la autoentrega esencial del sacerdocio. Disponibilidad es aceptación del querer de Dios, que va realizando vitalmente lo que sacramentalmente se significa en el ministerio ordenado.
Por eso debemos aceptar todo lo que sea para un mejor servicio al Pueblo de Dios en nuestra situación específica y dentro de nuestras posibilidades reales. Lo que somos y tenemos está en función de esto, lo que nos define y define nuestra espiritualidad. Esto exige que nuestra actividad sea realizadora del Pueblo de Dios y, consiguientemente, de nosotros mismos. El protagonismo es suyo ‑con su obispo y sus sacerdotes‑ nunca el interés de estos si corre al margen o en contra del interés del Pueblo de Dios. Sin Él ni el obispo ni los sacerdotes somos nada (10). Consiguientemente, debemos aceptar todo servicio que de verdad realice al Pueblo de Dios y con la misma disponibilidad debemos negarnos a lo que impide, entorpece o mata esa realización (11).
Por ello no vemos como conciliar con esto aquella disponibilidad que "acepta todo con tal de que venga del obispo o del cura". Se olvida que él es y está en función del Pueblo de Dios (12) y, si esa relación esencial se pierde o vicia por otros intereses contrarios a esa relación, se ha perdido con ella la razón de ser de su sacerdocio y el nuestro (13). Ni él puede "echar" todo, ni nosotros podemos aceptar todo lo que nos "echen". Habrá que mirar siempre a ese servicio como punto obligado de referencia.
Tampoco nos permite la disponibilidad aceptar otros asuntos que no sean los asuntos del Señor Jesús. Nuestro servicio al Pueblo de Dios es en estos asuntos que son los que le realizan -a Él y a nosotros- como tal Pueblo de Dios y de ningún otro amo.
De la misma manera tampoco debemos aceptar servicios que obstaculicen o impidan la realización de otros miembros del Pueblo de Dios. Todos tenemos que realizarnos -somos un cuerpo “laicos” (14) - aportando a la totalidad nuestros dones y singularidad. Dones que hemos recibido del Espíritu del Señor para la realización armoniosa de la totalidad (15) y que, en nuestro caso, es también realización personal. Obstaculizar su realización es privar al Pueblo de Dios de lo que el Espíritu le da para su edificación.
Y, desde luego, la disponibilidad no puede obligarnos a aceptar entre nosotros ni el caciquismo ni el compadreo sean de personas o de grupos. Nadie debe tener tal influencia que desvíe el interés y el servicio del Pueblo de Dios hacia otros intereses que retrasen o impidan la realización de éste. No podemos admitir tal juego de influencias, entre otras razones, porque atacaría directamente la estructura colegial del ministerio ordenado.
e) Secularidad
Nosotros somos sacerdotes seculares. Nuestro oficio, vocación y servicio es secular (16). No solo en el sentido contrapuesto a "regular", pues no seguimos ningunas constituciones propias de los religiosos e institutos seculares, sino en el sentido mejor de mundano. Nuestro ministerio está matizado por una sana terrenidad que le permite ser mundo y estar situado en el siglo, sin compartir lo malo del mundo (17). La secularidad es propia de nuestro ministerio no solo "por ser una categoría preteológica anterior a cualquier sacramento" (18) -somos mundo sino por ser Pueblo de Dios sacramento de salvación que no liquida nuestra condición humana y nuestra pertenencia al mundo, sino que la introduce en el sacramento mismo, despojándola de su negatividad -el pecado‑, recupera su fundamento y orientación y la convierte en signo eficaz de la acción salvadora de Dios (19). El sacerdocio secular se convierte así en presencia de la salvación que orienta definitivamente el mundo a su transformación escatológica. Sin esta penetración de la acción salvífica de Dios, el mundo no sería parte redimida, su autonomía correría como una fuerza paralela, a veces hasta de signo contrario pues está afectada por el pecado, sin fundamentación en el orden creador y sin posibilidad de salvación.
Bástenos, ahora, lo dicho simplemente para insistir en que ni nuestra disponibilidad ni nuestra obediencia es como la de los religiosos e Institutos seculares y, consiguientemente, no debemos ser mandados como ellos. La nuestra está referida al servicio del Pueblo de Dios primariamente, a un Pueblo de Dios localizado y situado en un mundo concreto geográfica y culturalmente y, organizado como tal, en una iglesia local o particular; con lo que la diocesaneidad matiza sacramentalmente nuestra obediencia y nuestra disponibilidad.
Creemos, consiguientemente, que nuestra disponibilidad nos debe impedir aceptar modelos de ejercicio o espiritualidad sacerdotal que supongan, por un lado, la "fuga mundi” del ideal monástico y, por otro, el secularismo que despoja al mundo de su fundamento trascendente (20).
En el primer supuesto hay determinadas concepciones de la fraternidad sacerdotal y de equipos sacerdotales más añorantes del monasterio que de la vida secular (21). Del segundo supuesto también se dan concepciones y vivencias tan secularizadas y funcionales del sacerdocio que, o lo diluyen en un comunitarismo igualitario, o se identifican con un mundo sin exorcizar como si no le afectara el pecado.
En nuestra disponibilidad la iglesia local, particular o diócesis ocupa el primer plano. Relación y servicio éste que no puede escamotearse como algo periférico o accidental (22). Esta no nace de una vinculación jurídica -la incardinación- sino de una vinculación teológica que aquella afirma y regula. Nuestro sacerdocio nace ordenado en la plenitud de un obispo con su presbiterio (23) en una iglesia concreta y en una geografía y culturas concretas. Esta vinculación es de orden sacramental antes que jurídica. Pretender unidad y universalidad sin el obispo y su presbiterio es un contrasentido que desmiente la estructura colegial del sacramento conferido en tres grados diversos. La independencia y la autocracia clerical no tienen ningún fundamento verdaderamente sacramental.
f) Misión
Como creyentes lo nuestro es hacer el querer del Padre y, como sacerdotes, ese querer se centra en el servicio al Pueblo de Dios que también debe realizar ese querer. En el lenguaje tradicional ese querer recibe el nombre de misión, evangelización, etc., La voluntad de Dios es que realicemos la misión. Somos enviados a anunciar la salvación de Dios acaecida en Cristo y realizada por su Iglesia hasta la consumación de la historia. Tarea que es común a todo el Pueblo de Dios y, bajo la forma peculiar de servicio a éste, nuestra tarea específica. Todo en nosotros está en función de esta misión. Somos ordenados al servicio del Pueblo de Dios concreto, Pueblo que es de Dios y al que pertenecemos obispo, presbíteros y diáconos y del que nos distinguimos por la naturaleza específica del servicio, pues "uno es el que sirve y otro el que está sentado a la mesa" (24). Este servicio es específico, no es el mismo que comporta el bautismo-confirmación. Tampoco el de la vida religiosa. Por el sacramento del orden somos “sacados” de nuestro vivir, configurados con la autoentrega sacerdotal de Cristo y orientados al bien común del Pueblo de Dios, su pueblo y el nuestro. No realizando una comunidad de vida consagrada –religiosos- sí convocando, congregando y conduciendo todos los carismas y servicios del Pueblo de Dios en una localidad –territorio- para que se anuncie y viva el señorío de Cristo y todos los hombres encuentren la salvación.
Nuestra disponibilidad, por tanto, es en orden a la misión y de esta forma específica, sirviendo al Pueblo de Dios, para que todo él, con nosotros, pueda llevarla a cabo (25). Por ello aparece como mezquindad nuestra resistencia a ciertos abandonos que comprometen la misión y ruindad la negativa a asumir la tarea animando, acompañando, iluminando, testificando el amor sin límites de nuestro Dios a los hombres y realizándolo en la comunidad concreta.
Por ello nuestra disponibilidad específica renuncia a la constitución de una familia -la nuestra es este Pueblo de Dios concreto- también a la familia religiosa. Lógicamente, también a cualquier sucedáneo de estas. No podemos vincularnos ni exclusiva ni principalmente a grupos, asociaciones, movimientos etc., en detrimento del Pueblo de Dios (26) en sus realizaciones más abarcantes, la diócesis y sus parroquias.
Esta realización, mantenimiento y extensión de la Iglesia Local demandada por la misión y para la que estamos ordenados, debe realizarse desde lo que nuestro sacramento específico exige: desde la comunión con el obispo y su presbiterio (27). Es ésta una fraternidad sacramental (28) que exige ser vivida y testimoniada para la eficacia misma de la misión. Sin ella las demás fraternidades y comunidades quedan sin fundamento (29). Todas ellas exigen el ministerio como fundante en la fe apostólica y, desde luego, como garante de que la fe que viven es esa fe y no otra. Esto es específico del ministerio apostólico del que los tres grados del orden participan y colegialmente realizan y viven de diverso modo. Esta comunión sacramental, que origina a su vez una fraternidad sacramental también, es esencial para el Pueblo de Dios y para su misión. Por ello, cualquier otra fraternidad o comunidad que empañe o impida, se desentienda o liquide aquella no es realizadora de misión alguna. Se habría convertido en un sucedáneo de aquello a lo que en principio se renunció por exigencia del sacramento mismo (30).
Consiguientemente, y con todos los respetos a las opciones adultas personales, este fenómeno no infrecuente del sacerdote secular diocesano, que está ordenado al servicio de la diócesis, que está sacramentalmente unido a su obispo y a los presbíteros diocesanos, que debe estar disponible para su misión específica en la porción del Dios que se le encomiende, y que, realmente, no lo está más que para "sus" realizaciones, profesión, grupos o asociaciones, etc., des‑unido de su obispo y su presbiterio y del conjunto del Pueblo de Dios en la Iglesia Local, es siempre una figura anómala y, desde luego, excepcional (31).
La vinculación a grupos, movimientos, comunidades, etc. , crea un problema hoy particularmente serio, dada la escasez de sacerdotes, si impide el desenvolvimiento normal de la diócesis, que contempla con estupor como quien oficialmente debe estar a su servicio, solo está realmente, para lo que su grupo, comunidad o asociación le exige. Se olvida aquí algo importante: que su carisma no es particular sino totalizador (32). Debe integrar armoniosamente en el conjunto, la totalidad de los carismas propios de los grupos, obras y asociaciones. Su misión no está en servir al carisma particular ‑mucho menos presentarlo como el único válido para la misión, la renovación de la Iglesia, etc.- sino integrarlo en el Pueblo de Dios concreto donde más plenamente se realiza la comunión y la misión de la Iglesia: la Iglesia Local.
g) Peculiaridad personal
Se entendería mal todo lo dicho anteriormente si no tuviéramos en cuenta a cada persona con sus peculiaridades -distintas de las específicas- que la singularizan y la limitan. Todo ello matiza considerablemente nuestra disponibilidad.
No podemos olvidar que quien interioriza en nosotros el querer de Dios es el Espíritu. Esto lo hace en aquello que nos es más propio, donde podemos decir "yo" sintiéndonos irrepetibles, nuestra propia singularidad que matiza y recrea la tarea común y el servicio específico. Todos somos distintos y esa distinción, en la que el Espíritu coloca su don -no quienes disponen- para la edificación de la totalidad, ni puede ignorarse, ni perderse, mucho menos aplastarse. Es para la misión. Por ello, porque somos personas -distintos e irrepetibles- la llamada de Dios se nos ha hecho ahí, en lo que nos es más propio. Nos ha llamado por nuestro nombre. Si Dios ha respetado y contado con mi ser propio que lo matiza todo, solo una actitud totalitaria puede confundirnos en el gregarismo de la masa -el clero-, como si todos fuéramos iguales, como si todos pudiéramos cumplir todo, como si tuviéramos que hacerlo de la misma manera.
Pero no solamente somos yo, además, somos circunstancia. Esto matiza y limita, según los casos, no para la misión si para el igualitarismo y la masificación. Cualidades y limitaciones que unas veces provienen de la persona misma, otras del medio familiar, otras de adquisiciones y taras debidas a dedicaciones anteriores que nos han enriquecido o empobrecido, etc. etc.
Todo lo nuestro debe estar asumido y, no siendo culpable, tampoco impide la misión aunque la matice. Es en la debilidad donde Dios muestra su poder (33). Y es en la comunión donde debe encontrar acogida y cauce para la misión (34).
Lo cual nos invita a pensar que la disponibilidad, como actitud base que debe darse siempre y en todos, está matizada en el modo por ésta peculiaridad personal. Cuando nos vemos limitados por la edad, la enfermedad, las deficiencias educacionales, el empobrecimiento por el descuido en la formación base o permanente, por dedicaciones que excedieron nuestras posibilidades, etc. etc., la solución solo puede venir -salvada siempre la posibilidad de recuperar el tiempo perdido- desde la comunión y la complementariedad.
La comunión -en la fraternidad sacerdotal y con los laicos y religiosos- permite la acogida del don personal, su eficiencia en las comunidades concretas y la aceptación del don ajeno para la edificación común. La complementariedad permite la edificación y el llevar adelante el servicio mismo entre varios cuando uno solo -no por pereza sino por limitaciones insuperables - no puede. La misión no pierde, puede llevarse a cabo y, además, de un modo bastante más conforme con la comunión que somos, que desde la soledad olímpica de la autocracia. Desde aquí, no debemos tener a que la enfermedad, la edad y demás limitaciones impidan la misión que se nos ha encomendado (35). Si vivimos la comunión, nos dejamos complementar y queremos, a su vez, complementar con lo que nos es más propio, la misión puede llevarse adelante.
Mala señal seria, pues indicaría nuestra falta de disponibilidad real, mal llevar el servicio por impedir esa complementariedad como si solo nosotros tuviéramos responsabilidad, cuando es colegial. A la necesidad del momento y a la urgencia de soluciones que exigen como nunca esa complementariedad, se suma la necesidad de aportar al servicio del Pueblo de Dios el don personal y contrarrestar nuestras carencias permitiendo que los demás aporten el suyo. Es este un ejercicio de corresponsabilidad que nace de la comunión que somos y el complemento necesario para la misión.
Esto plantea un problema de índole organizativa, entre otros, que interesa resaltar aquí por su importancia. Nos referimos a la figura del párroco residencial factótum prácticamente de todo el servicio parroquial. A la luz de todo lo dicho, su inviabilidad actual para cada parroquia, su posible anacronismo organizativo en una sociedad moderna, su falta de representación real de la colegialidad del presbiterio, -entre otras razones o conveniencias- parece lógico que se piense en otras soluciones. Es cierto que a todo sacerdote por vocación, preparación en el seminario y la gracia del sacramento se le supone facultado para los servicios esenciales. Pero, si contamos con todas las limitaciones de las que venimos hablando y otras de índole sicológica, ascética o moral, la realidad es que el servicio frecuentemente no es el deseado, no responde realmente a aquello para lo que se le supone facultado. Confiar, entonces, la complementariedad a las delegaciones diocesanas, que podría ser una solución, supone crear una superestructura diocesana que dificulta la atención in situ puede olvidar lo concreto de la localización y el territorio. Sin embargo, si puede ser asumida la complementariedad desde el arciprestazgo si todos atienden todos los servicios esenciales de cada parroquia que lo componen y donde, al mismo tiempo, cada uno puede aportar su propio don en todas las parroquias del mismo. Esto exigiría un distribución equitativa por arciprestazgo de todos los sacerdotes disponibles, que puedan ejercer esa disponibilidad realmente, y permite permanecer en su parroquia a quienes por sus limitaciones no pueden ejercerla.
Hasta aquí, partiendo de lo que intuitiva y acríticamente solemos entender por disponibilidad, sometido a análisis, nos ha permitido descubrir unos elementos integrantes que vistos en nuestra situación nos permite decir:
— que estamos ante una disposición necesaria que acompaña al seguimiento si este quiere ser tal.
— que estamos ante una actitud abarcante de nuestra totalidad, de todo lo que somos y tenemos, de nosotros y nuestras cosas.
— que nos hace prontos para secundar el querer de Dios y abandonar todo lo que lo impide.
— en nuestra situación de personas cristianas, ordenadas sacramentalmente para el servicio del Pueblo de Dios en el mundo.


NOTAS.—
1.- Diccionario de la Real Academia de la Lengua.
7.- Mt.19, 27 y Mc. 10, 2829 lo refieren a sí mismo, casa, posesiones, familia, etc. Lc. 14, 26-27 añade la mujer.
8. - PO.15 a y b.
9. - Mc. 10, 23-24; Lc. 18, 24; Mt. 6, 24; St. 5, 1; 1-Tim. 6.9
10.- Somos bautizados antes que ordenados .J. Pablo II: "El ministerio del presbítero está totalmente al servicio de la Iglesia; está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios" (Pastores dabo vobis, nº 16)
11.- Esta realización se entiende que no es fundante en el sentido único e irrepetible que concierne a Jesucristo y los apóstoles. Nosotros no fundamos la Iglesia, que se nos da fundada. Pero el ministerio ordenado la refiere siempre a su fundamento.
12.- Ch D. 25a; LG. 27c; AG.1a.
13.- PO. 3, IIa.
14.- PO. 8a; 22c; AA. 25a.
15.- La imagen paulina del cuerpo es más que explicita al respecto (1ª Cor. 14, 4 ss.)
16.- Christi fideles laici nº 15.
17.- PO.3; OT. 11a.
18.- Ponencia de L. Trujillo en el congreso de Espiritualidad Sacerdotal EDICE pag. 165 y 168. Habla de categoría preteológica pero no nos parece acertado ateniéndonos al plan unitario de Dios... No ha habido un primer plan -el de la creación- al que sucede por culpa del hombre un segundo plan -encarnación redentora- para corregir el fracaso del primero. Lo justo sería distinguir tres niveles de un único plan de salvación en el que la realidad mundo-siglo puede ser considerada en sí misma, en el proyecto original de Dios con su bondad original –primer nivel–, en cuanto afectada, por el pecado del hombre –segundo nivel– y en cuanto redimida y transformada en Cristo que sería el tercer nivel. Todos ellos dentro de un único plan unitario de Dios creador y salvador del hombre, su historia, cultura, mundo. Querer llamar pre-teológico al primer nivel es querer desconocer que todo lo creado ha sido hecho en Cristo, por Él y para Él desde sus mismos orígenes. Hay una teología de la historia que comienza en los orígenes mismos de la realidad mundana y humana y, desde luego, una cristología que abraza el antes y el después de Cristo en un lazo fundante y finalizante de toda realidad creada en la unión hipostática del Verbo encarnado. Consiguientemente la realidad secular está gritando —en su autonomía y libertad— cuál es su fundamento y orientación —gime en dolores de parto— que no es otra cosa que Dios mismo como único Absoluto de mundo, historia, hombre y cosas.
Según esto, la secularidad es componente necesario del presbítero por su propia condición de hombre-mundo, orientada en su bautismo según su propio fundamento y finalidad que estaba desquiciada por el pecado y reorientada por el ministerio como signo eficaz transformante de toda realidad en Cristo a quien representa y a quien transubstancia en la Eucaristía. Toda realidad –sin perder su consistencia y autonomía, pues los dones permanecen— queda transformada y reorientada en la transubstanciación del banquete escato­lógico del que la Eucaristía es su signo eficaz.
19.- GS. 38, 39, 40, 42, 43
20.- Su situación en el mundo hace del sacerdote secular un acompañante eficaz del seglar desde su misma realidad, un acompañante de la comunidad cristiana -de este Pueblo de Dios concreto- desde su mismo ámbito que comparte. No se sitúa ni fuera del mundo ni fuera de la comunidad. Compartir entonces, no es un añadido sino la secuela lógica y normal de quien está “situado” en la misma realidad compartida. Su condición de guía no es, entonces, como algo que viene de fuera y se impone extrínsecamente, sino como el signo eficaz de la transformación a la que toda la realidad secular está llamada a realizar en Cristo, a quien re-presenta concretamente en la “situación” que vive la comunidad. Pero, aún, más, al pertenecer esta porción del Pueblo de Dios a un pueblo concreto con su lenguaje, costumbres, cultura, también la secularidad permite la inculturación sin colonización.
21.- S. Dianich. N. Diccionario de Espiritualidad: Ministerio Pastoral.
22.- PO.8a; OT.15a; PO.7G.
23.- PO. 7, 2; L. Trujillo: ponencia citada pag. 157.
24.- LC. 22, 27
25.- LG. 18a;  24a.
26.- PO. 6g.
27.- CH.D.28a; PO 8a.
28.- LG.28c; 41c.
29.- LG. 20b; AG. 4;  J. Pablo II "De ahí que no se deba pensar en el sacerdocio ordenado... como si fuera posterior a la comunidad eclesial, como si ésta pudiera concebirse como constituida ya sin este sacerdocio”
30.- Ponencia citada de L. Trujillo pag. 150-152.
31.- No nos referimos a aquellos que en comunión con el obispo y su presbiterio desempeñan una misión concreta fuera o dentro de la diócesis o una tarea no específicamente pastoral, pues la responsabilidad del misterio de salvación es universal (PO. 10a.)
32.- PO.  5, 23;  2, 4.
33.- 2ª Cor. 12, 9-10; 1ª Cor. 1, 27;  12, 22.
34.- Esto, a lo que llegamos también por convencimientos de orden práctico, tiene su fundamento teológico en la misma sacramentalidad del orden. Su estructura es colegial, comunitaria, que no diluye lo específico de cada uno de sus grados sino que lo integra en la re‑presentación del único sacerdocio de Cristo y cimenta la corresponsabilidad en la esencia misma del sacerdocio cristiano y no en conveniencias de disciplina eficaz, mucho menos de moda pasajera.
35.- LG. 28c;  PO  8b y d; CH. D. 28c.

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