SEGUNDA PARTE
Tratamos de
profundizar lo descubierto hasta aquí en el concepto “disponibilidad”,
siguiendo su conexión con otros conceptos más utilizados en la tradición
eclesial, y bastante más ricos, que contienen en parte o en su totalidad, lo
que con la palabra disponibilidad queremos expresar.
Hasta aquí,
partiendo de lo que nos sugiere la palabra disponibilidad, hemos ido
profundizando para descubrir lo que en ella puede comprenderse desde nuestra
situación y lo que, ciertamente, no puede cobijarse bajo ese nombre. Según
hemos venido desgranando notas y características, descubrimos que el contenido
del concepto disponibilidad es similar a los contenidos de otros conceptos
pertenecientes a la rica tradición eclesial y que, curiosamente, no nos
atrevemos a recordar en la situación. Por ello, en esta segunda parte,
trataremos de abordar dicho concepto y su realidad, desde estos otros que
expresan en parte lo que realmente queremos decir cuando hablamos de disponibilidad.
Al menos, creemos, pueden arrojar bastante luz sobre el mismo.
I.- La
palabra que da miedo: libertad.
Todo lo anterior ha sido una invitación y
una insistencia en la necesidad de estar
disponibles, pero esto es imposible si no nos empeñamos en lo que ya no hemos
dicho tanto: ser libres. (36) Quizá la disponibilidad mire más al
estar que al ser, pero aquello no se puede tener en verdad sin esto. (37)
A nadie se le oculta que, entendida la disponibilidad como adhesión incondicional y acrítica
a quienes mandan y para lo que gusten, simplifica de tal manera la cuestión
de las relaciones con cualquier tipo de autoridad, que todo queda reducido, más fina o más burdamente, a mandar y obedecer. Es de sobra
conocida ésta dialéctica y las consecuencias que ha producido: inmadurez,
inseguridad, irresponsabilidad, infantilismo, complejos gregarios, etc. Pero
entrar en esta otra dialéctica de educarnos y ejercitarnos en ser libres con
sus consecuencias de madurez, corresponsabilidad, riesgo y creatividad, asusta
siempre y dificulta esas relaciones. Sobre todo si, aunque hayamos adquirido
aires dialogantes y tolerantes, seguimos con la antigua mentalidad del “ancien regime”.
La libertad nos da miedo si tenemos que
ganárnosla día a día teniendo que decidir, lo que al fin y al cabo es cómodo, sino “decidirnos”, como un yo que se siente
interpelado por todo y que tiene a su vez que interpelar. Lo cómodo es
embarcarse en la decisión ajena y lo alienante no situarnos ante ella
críticamente para aceptar o rechazar en una decisión verdaderamente humana.
Miedo que obedece, quizá, a la radical soledad de quien ejercita aquello que le
es más propio, donde es insustituible, de ser "frente a” y decidirnos al respecto en el acto
esencialmente humano de responder de sí y de los otros ante los demás, el mundo
y Dios.
Este temor que podemos experimentar cuando
la ejercitamos no es nada ante el que sentimos cuando, constituidos en
autoridad, nos encontramos ante un ser verdaderamente libre. Es, como poco,
incómodo quién se sitúa ante nosotros como una monumental interrogación, que
abarca su totalidad y que denuncia cualquier intento de domesticación. No hace preguntas, como el niño a ciertas
edades, “es” pregunta. Y necesita respuesta, no nuestras razones. Estas no
sirven si no hay un tú que se expresa en la respuesta como el yo en la
pregunta. Solo así se salva la libertad
personal y se ejercita en el diálogo fecundo. Pero “expresarnos” es un
gesto de libertad al que siempre tenemos miedo cuando estamos revestidos de
cualquier tipo de autoridad. La alta o baja política de los cargos, a veces
nuestra falta de categoría o nuestros complejos, no nos permiten “expresarnos”
en respuesta alguna, dando “razones” en las que la persona no está
comprometida, pues no nacen de la libertad personal frente al otro que
interpela.
Difícil, ciertamente, pero aún más si vamos a las raíces donde ésta nace en un creyente. Pablo
lo expresó así: Ninguno de nosotros vive
para sí mismo y ninguno de nosotros muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos,
morimos para el Señor. Por tanto, ya vivamos o muramos, al Señor pertenecemos.
Pues para esto murió y resucitó Cristo, para ser Señor de vivos y muertos. (38)
La afirmación abarcante es "no nos pertenecemos" (39)
¿Por qué? porque no éramos libres. Estábamos sometidos al pecado, la ley y la
muerte y Cristo nos ha liberado. Hemos cambiado de Señor, hemos encontrado
libertad en la libertad de Cristo. Por
esto no nos pertenecemos a nosotros mismos sino a Él, que por nosotros murió y
resucitó. (40) Nuestra nueva existencia es libre con
la libertad de un vinculado, del vinculado a Cristo Jesús. Nuestra libertad
solo puede comprenderse y conservarse en la vinculación a Cristo. Somos libres en la medida en que estamos
vinculados a Él. Desde aquí, vivir para nosotros mismos es estar sometidos
a una equivocación radical, el error original donde hubo pecado. Vivir para mí es vivir una existencia
errada. Pero vinculados a Él, ganamos en su libertad la nuestra. Aquí
reside precisamente ese miedo a la libertad en un creyente. Por un lado
originado por el vértigo que produce despojarnos
de la existencia propia ‑el vivir para sí‑ pues está inmerso en el error
original. Y, por otro lado, vivir la
nueva existencia por la vinculación a Cristo sin la que no hay libertad posible
para un creyente. Vincularnos a esa libertad soberana respecto del pecado,
la ley y la muerte, (41) máximos condicionamientos
de la existencia propia, es sufrir una expropiación en lo más radicalmente
nuestro y, al mismo tiempo, un tirón hacia fuera, hacia quien nos plenifica
pero al mismo tiempo nos desborda, hacia Cristo y los hermanos. Por esto quizá sea más fácil hablar de
disponibilidad para con personas, normas e instituciones que de nuestra
libertad en Cristo que nos hace libres para servir.
Decimos para servir porque situados en esta perspectiva, que es
la nuestra como creyentes, la libertad no admite equívocos. Ni tampoco
componendas. O damos o no damos signos de ella. Y el signo inequívoco de la libertad cristiana es el servicio. No lo es
la independencia aunque pueda parecerlo, ésta no es sinónimo de libertad sino
del vivir para sí, del valerse por los propios medios. La libertad cristiana, paradójicamente, nace de una dependencia que no
permite tener nada por sí y que necesita siempre del Señor. Vivimos para
Cristo y los hermanos y solo en la
medida en que vivimos “para", hacemos el verdadero signo de nuestra
dependencia que es, simultáneamente, el de nuestra libertad. Servir es
responder de Cristo ante los hombres y responder de los hombres ante Cristo.
Solo quien se afane en responder así es quien puede llegar a ser verdaderamente
libre y, consecuentemente, estar disponible.
Pero hay aquí algo, que no es un simple
matiz en esta dialéctica de la libertad cristiana cuyo signo es el servicio:
que éste servicio es preferentemente a
los más pobres, a los más pequeños. (42) De
ellos es de quienes tenemos que responder, a quienes hay que servir, ante
quienes siempre debemos estar disponibles. Así como la mera disponibilidad se
presta a camuflar, con el pretexto de otros bienes, intereses irreconciliables
con el servicio a los más pobres, la libertad cristiana nos conduce a ellos
como señal ineludible de la llegada del Reino y como autenticidad de nuestra
vinculación a Cristo. Ser libres y estar
disponibles para servir, recibe su verificación cuando los pobres son
evangelizados.
Por todo lo dicho podemos afirmar que no hay disponibilidad auténtica si no es
desde la libertad cristiana. Solo está verdaderamente disponible quien es
realmente libre. Y esto solo lo consigue quién puede responder de los demás,
especialmente del pobre. Cualquier disponibilidad que quiera soslayar el
servicio, y preferentemente a los más pobres, queda descalificada como actitud
cristiana pues no responde a la libertad que nos ha ganado el Señor. (43)
NOTAS.—
36. Gal.5, 1. 13.
37. "La libertad es.... S. Dianich. ND.
TE: Ministerio Pastoral.
38. Rom. 14, 7-9
39. G. Eichholz. El Evangelio de Pablo.
Sígueme 370.
40. 2ª Cor. 5, 14-15.
41. Rom.8, 2; Gal. 4, 5.
42. PO. 6c.
43. Gal. 5, 13-14
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