lunes, 10 de diciembre de 2012

II. SACERDOTES. Libres para servir (5)

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II. El camino que nos asusta: Pobreza.
Si la libertad nos da miedo, la pobreza nos asusta y ahí están todas las disquisiciones que hacemos, e interpretaciones, cuando desde nuestro interior o desde fuera nos urge. Las distinciones entre pobreza económica y pobreza de espíritu, las moralizaciones sobre el tener o no tener, las discusiones sobre si es una virtud de religiosos o es un carisma necesariamente vinculado a la eficacia del evangelio, las confusiones entre pobreza y avaricia o entre austeridad y tacañería...
Y el caso es que se trata de una realidad tan connatural al ministerio que no debiera ni sorprendernos ni, mucho menos, asustarnos pues la estamos palpando todos los días en toda nuestra personal historia. Nace con la gratuidad misma del ministerio (44) y lo acompaña necesariamente si queremos que su ejercicio sea eficaz. El sacramento del orden —con la vocación que le antecede y la fidelidad que le acompaña siempre— son enteramente gratuitos. Todo lo que a él pertenece y lo que de él se deriva no nos pertenece. Toda la realidad que nos hace representar o hace pasar por nuestro servicio al Pueblo de Dios en el mundo, es de orden gratuito, no son nuestras. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis (45). Y no por practicar la virtud como podemos voluntariamente ejercitarnos en la humildad, pues la pobreza no es una virtud, ni tampoco, como en la vida religiosa, porque me obligo voluntariamente bajo voto; es decir, ­no es algo dejado a nuestra conveniencia personal por muy santa que ésta sea. Es un carisma exigido por la gratuidad del sacramento del orden que no solamente debe realizar el evangelio de la gracia, sino también guardar el modo evangélico de realizarlo. La pobreza "entra" en el sacramento y en el modo de realizarse.
El sacramento significa y realiza todo un proceso de vaciamiento personal —no somos nada— y de configuración ‑somos en Cristo‑ para que viviendo y siendo en Él, vivamos para los demás, para su Pueblo, realicemos su Cuerpo, extensión de su Humanidad. Ésta realización es hacia dentro y hacia fuera. Es en nosotros, permitiendo que el único Señorío suficiente liquide el señorío propio —la autosuficiencia— que es existir equivocado, pecado contra la gracia, salvador de nadie. Es hacia fuera de nosotros, trabajando incansablemente para que el señorío de Cristo se implante efectivamente en nuestro mundo. En Él y para Él fue creado todo, (46) ésta es la justicia del orden creado que es una de las coordenadas de la pobreza evangélica, (47) la otra es la encarnación redentora que señala el señorío realizado y el modo de realizarlo. No hay otros señoríos ni otros modos de realizarlo.
Por esto decir pobreza es remitirnos siempre al orden creador en la realización de un Mundo justo mediante un proceso de encarnación ‑asumir la carne para sanarla en la justicia y transformarla en nueva humanidad‑ que subvierte la realidad de una existencia dominada por el yo y el mío. Desentenderse de ésta realidad de la pobreza es riqueza autosuficiente, el imperio de la soberbia de la vida, que deja al mundo en su injusticia y nos hace señores de nuestra propia existencia (48). Hablar entonces de pecado, y de pecado original actualizado en una estructura de mal y en cada pecado personal, no es una exageración. Es la constatación de lo que es y a lo que puede conducir el ser dueños de nosotros mismos, el ser señores de existencia propia.
La pobreza, desde estas premisas, es una verdadera necesidad para cada uno de nosotros y para la totalidad de la Iglesia de Dios. Porque, en cuanto creyentes, estamos vinculados a Cristo y, consiguientemente, a su Pueblo. Hasta tal punto, que según sea el grado de vinculación así lo es el de libertad. Esta vinculación consciente es esencial en nuestra vida y esto es imposible sin pobreza. La vinculación misma es ya pobreza que nos sitúa en la verdad de nuestro existir en Cristo y en la comunidad de hermanos. Y no por nuestros méritos, riqueza, sabiduría, etc., sino por el amor gratuito del Padre interiorizado en nosotros por su Espíritu. La pobreza nos remite siempre a manifestar su amor a los hombres por la encarnación asumiendo la responsabilidad de construir un mundo justo. Estas son sus coordenadas en las que se sitúa la llamada de Dios, con la capacitación consiguiente, de llevar adelante la misión según el modo escogido por El: "porque ya sabéis lo generoso que fue nuestro Señor Jesucristo, siendo rico se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza" (2º Cor. 8, 9). Este modo es tan esencial a la misión que sin él aquella no puede realizarse con la eficacia que le debe ser característica. Creación —realización de la justicia en un mundo fraterno— y encarnación —descender a la realidad humana y su mundo, asumiendo sus contradicciones, para salvarla desde dentro— no son dos realidades independientes ni dos planes de Dios distintos, sino dos tiempos del único plan salvador de nuestro Dios. A esto estamos obligados los que asumimos la tarea. La misión no es creíble ni es eficaz sino desde la pobreza.
Y lo que es necesidad para cada uno de nosotros, lo es para la Iglesia entera que si no es pobre no puede ser misionera ni libre, lo que argüiría un fallo esencial en la misión. No pondría su tienda en el campo de los hombres convirtiéndose en un monumental establecimiento con todos los inconvenientes que tiene el "establecerse". Los pobres no serian evangelizados (49).
Nadie duda del papel a desempeñar al respecto por los sacerdotes. Si el clero se ha caracterizado a lo largo de siglos por ser una clase social privilegiada, en la que se era algo y se disponía de bienes principalmente por el hecho de pertenecer a la casta, con lo que la eficacia misionera de la Iglesia se ha visto disminuida hasta extremos bien conocidos por todos, especialmente en lo que se refiere a los más pobres, solo la vuelta, el retorno, al Evangelio de la gratuidad, nos hará reencontrar nuestro único "privilegio", el de ser llamados para el servicio del Pueblo de Dios preferentemente en sus miembros más débiles; lo que mostrará al mundo un rostro de Iglesia verdaderamente creíble con un sacerdocio auténticamente testigo del amor de Dios a los hombres.
Lo dicho nos muestra que solo el sacerdote pobre, como la Iglesia pobre, es y está verdaderamente disponible. No solo en el sentido funcional de, por no tener nada no tiene nada que abandonar, y a todo se puede comprometer, sino en el sentido teológico, nacido de la misma sacramentalidad del orden presbiteral, de realizar la obra de Dios —todo ha sido creado por Cristo y para Cristo— hasta las últimas consecuencias —encarnación redentora— que incluye el modo querido por Dios para llevar a cabo su único plan salvador. Desde esta perspectiva creemos que lo que entendemos por disponibilidad adquiere una profundidad y amplitud que el simple concepto no puede revelar.

NOTAS.—
44. PO. 17.
45. Mt. 10, 8
46. Jn. 1, 3;  Col. 1, 15-17;  Filp. 2, 6 ss; Hebr. 1, 2-4; lª Cor. 8, 6.
47. lª  Cor. 3, 22-23.
48. lª  Jn. 2, 16.
49. I. M. Chenú. El Evangelio en el tiempo. Estela .387

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