II. El camino
que nos asusta: Pobreza.
Si la libertad nos da miedo, la pobreza nos
asusta y ahí están todas las disquisiciones que hacemos, e interpretaciones,
cuando desde nuestro interior o desde fuera nos urge. Las distinciones entre
pobreza económica y pobreza de espíritu, las moralizaciones sobre el tener o no
tener, las discusiones sobre si es una virtud de religiosos o es un carisma
necesariamente vinculado a la eficacia del evangelio, las confusiones entre
pobreza y avaricia o entre austeridad y tacañería...
Y
el caso es que se trata de una realidad tan connatural al ministerio que no
debiera ni sorprendernos ni, mucho menos, asustarnos pues la estamos palpando
todos los días en toda nuestra personal historia. Nace con la gratuidad misma del ministerio (44) y lo acompaña necesariamente si queremos que
su ejercicio sea eficaz. El
sacramento del orden —con la vocación que le antecede y la fidelidad que le
acompaña siempre— son enteramente gratuitos. Todo lo que a él pertenece y lo que de él se deriva no nos pertenece. Toda la realidad que nos hace
representar o hace pasar por nuestro servicio al Pueblo de Dios en el mundo, es
de orden gratuito, no son nuestras. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis
(45).
Y no por practicar la virtud como podemos voluntariamente ejercitarnos en la
humildad, pues la pobreza no es una virtud, ni tampoco, como en la vida
religiosa, porque me obligo voluntariamente bajo voto; es decir, no es algo
dejado a nuestra conveniencia personal por muy santa que ésta sea. Es un carisma exigido por la gratuidad del
sacramento del orden que no solamente debe realizar el evangelio de la gracia,
sino también guardar el modo evangélico de realizarlo. La pobreza
"entra" en el sacramento y en el modo de realizarse.
El sacramento significa y realiza todo un proceso de vaciamiento personal —no
somos nada— y de configuración ‑somos
en Cristo‑ para que viviendo y siendo en
Él, vivamos para los demás, para su Pueblo, realicemos su Cuerpo, extensión
de su Humanidad. Ésta realización es hacia dentro y hacia fuera. Es en nosotros, permitiendo que el
único Señorío suficiente liquide el señorío propio —la autosuficiencia— que es
existir equivocado, pecado contra la gracia, salvador de nadie. Es hacia fuera de nosotros, trabajando
incansablemente para que el señorío de Cristo se implante efectivamente en
nuestro mundo. En Él y para Él fue creado todo, (46) ésta es la justicia del orden
creado que es una de las coordenadas de la pobreza evangélica, (47) la
otra es la encarnación redentora que señala el señorío realizado y el modo de
realizarlo. No hay otros señoríos ni otros modos de realizarlo.
Por esto decir pobreza es remitirnos siempre
al orden creador en la realización de un
Mundo justo mediante un proceso de encarnación ‑asumir la carne para
sanarla en la justicia y transformarla en nueva humanidad‑ que subvierte la realidad de una existencia dominada por el yo y el
mío. Desentenderse de ésta realidad de la pobreza es riqueza
autosuficiente, el imperio de la soberbia de la vida, que deja al mundo en su
injusticia y nos hace señores de nuestra propia existencia (48). Hablar entonces de pecado, y
de pecado original actualizado en una estructura de mal y en cada pecado
personal, no es una exageración. Es la constatación de lo que es y a lo que
puede conducir el ser dueños de nosotros mismos, el ser señores de existencia
propia.
La pobreza, desde estas premisas, es una
verdadera necesidad para cada uno de nosotros y para la totalidad de la Iglesia
de Dios. Porque, en cuanto creyentes, estamos vinculados a Cristo y,
consiguientemente, a su Pueblo. Hasta tal punto, que según sea el grado de
vinculación así lo es el de libertad. Esta vinculación consciente es esencial
en nuestra vida y esto es imposible sin pobreza. La vinculación misma es ya
pobreza que nos sitúa en la verdad de nuestro existir en Cristo y en la
comunidad de hermanos. Y no por nuestros méritos, riqueza, sabiduría, etc.,
sino por el amor gratuito del Padre interiorizado en nosotros por su Espíritu. La pobreza nos remite siempre a manifestar
su amor a los hombres por la encarnación asumiendo la responsabilidad de
construir un mundo justo. Estas son sus coordenadas en las que se sitúa la
llamada de Dios, con la capacitación consiguiente, de llevar adelante la misión
según el modo escogido por El: "porque ya sabéis lo generoso que fue
nuestro Señor Jesucristo, siendo rico se hizo pobre por vosotros para
enriqueceros con su pobreza" (2º Cor. 8, 9). Este modo es tan esencial a la misión que sin él aquella no puede
realizarse con la eficacia que le debe ser característica. Creación —realización
de la justicia en un mundo fraterno— y encarnación —descender a la realidad
humana y su mundo, asumiendo sus contradicciones, para salvarla desde dentro—
no son dos realidades independientes ni dos planes de Dios distintos, sino dos
tiempos del único plan salvador de nuestro Dios. A esto estamos obligados los
que asumimos la tarea. La misión no es creíble ni es eficaz sino desde la
pobreza.
Y lo que es necesidad para cada uno de
nosotros, lo es para la Iglesia entera que
si no es pobre no puede ser misionera ni libre, lo que argüiría un fallo
esencial en la misión. No pondría su tienda en el campo de los hombres
convirtiéndose en un monumental establecimiento con todos los inconvenientes
que tiene el "establecerse". Los pobres no serian evangelizados (49).
Nadie duda del papel a desempeñar al
respecto por los sacerdotes. Si el clero se ha caracterizado a lo largo de
siglos por ser una clase social privilegiada, en la que se era algo y se
disponía de bienes principalmente por el hecho de pertenecer a la casta, con lo
que la eficacia misionera de la Iglesia se ha visto disminuida hasta extremos
bien conocidos por todos, especialmente en lo que se refiere a los más pobres,
solo la vuelta, el retorno, al Evangelio de la gratuidad, nos hará reencontrar
nuestro único "privilegio", el de ser llamados para el servicio del
Pueblo de Dios preferentemente en sus miembros más débiles; lo que mostrará al mundo un rostro de
Iglesia verdaderamente creíble con un sacerdocio auténticamente testigo del
amor de Dios a los hombres.
Lo dicho nos muestra que solo el sacerdote pobre, como la Iglesia pobre, es y está
verdaderamente disponible. No solo en el sentido funcional de, por no tener
nada no tiene nada que abandonar, y a todo se puede comprometer, sino en el
sentido teológico, nacido de la misma sacramentalidad del orden presbiteral, de
realizar la obra de Dios —todo ha sido creado por Cristo y para Cristo— hasta
las últimas consecuencias —encarnación redentora— que incluye el modo querido
por Dios para llevar a cabo su único plan salvador. Desde esta perspectiva
creemos que lo que entendemos por disponibilidad adquiere una profundidad y
amplitud que el simple concepto no puede revelar.
NOTAS.—
44. PO. 17.
45. Mt. 10, 8
46. Jn. 1, 3; Col. 1, 15-17; Filp. 2, 6 ss; Hebr. 1, 2-4; lª Cor. 8, 6.
47. lª
Cor. 3, 22-23.
48. lª
Jn. 2, 16.
49. I. M. Chenú. El Evangelio en el tiempo.
Estela .387
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