III. Obediencia, una línea de
fuerza que puede prestarse a todo.
Nadie duda que, desde que Cristo aprendió
obediencia por los caminos pobres de la encarnación y se hizo obediente hasta
la muerte en cruz, lo que fue una línea constante de fuerza en su vida —la
obediencia al Padre— se ha convertido en
el único camino posible de salvación. (50) Por su obediencia hemos sido salvados y
nuestra certeza es que, en la medida en que somos obedientes a Dios,
encontramos esa salvación. (51)
La dificultad surge cuando queremos saber
cuál es el querer de Dios. La moral y la teología espiritual ya nos hablaban de
la voluntad manifestada de Dios, y por tanto claramente conocible, y aquella
otra voluntad de beneplácito que también podíamos conocer a través del
discernimiento de espíritu y de los signos en la historia, para lo que daban
normas y avisaban peligros. No es ahora nuestro interés y a ellos nos remitimos
(52).
Esta
dificultad se agranda cuando nos encontramos con personas y oficios que
representan a Dios y manifiestan su voluntad. Siempre los humanos hemos sentido curiosidad
y necesidad de conocer concretamente cual es la voluntad de la divinidad que
adoramos y, lógicamente, siempre hubo personas y oficios que se dedicaron a ello.
Pero la verdad es que hoy tenemos una gran susceptibilidad ante el problema. Es
curioso que cuando el hombre ha ganado más independencia y autonomía respecto
de lo sagrado, es cuando ha sentido más pudor a presentarse con caracteres
sagrados, y crece el sentimiento hasta la vergüenza, si se le atribuyen
caracteres o representaciones divinas.
Pero
el sacerdocio cristiano no nace ni de la curiosidad ni de la necesidad del
hombre. Nace de la
gratuidad del amor divino manifestada realmente —se hizo carne— en la
autoentrega pascual del Hijo. No hay sacerdocio cristiano que no sea
visibilización y presencia del sacerdocio de Cristo. Y es Él quien tiene la "representación" del Padre en propiedad
y la expresión de su querer también. Es ésta una mediación única y
universal. Por esto, cuando el sacerdocio cristiano se confiesa representante
de Cristo, puede tener un sentido incompatible con esta mediación y con la fe
en la resurrección. El Señor vive y, por su Espíritu, está presente en la
Iglesia. En este sentido no necesita volverse a presentar (re-presentar) ni
puede dejarse sustituir por nadie, sucesores, ni es exacto decir que
"comparte" su sacerdocio ya que este “es un acontecimiento único e
irrepetible al que nadie puede añadir nada, porque se basta solo para realizar
plenamente la obra que le encomendara el Padre" (53). Sí debemos seguir hablando de una repraesentatio
Christi que hace referencia a un servicio de la comunidad eclesial y a las
personas que lo desempeñan. (54) Porque Cristo, en su existir actual
glorificado, necesita una mediación que actualice y visibilice su presencia
salvadora entre nosotros que aún no hemos llegado a la plenitud de la vida
definitiva. Ésta mediación es de
carácter sacramental: Hay en la comunidad creyente personas que, ordenadas
para ese ministerio, visibilizan y actualizan sacramentalmente el misterio de
salvación del Hijo.
Esta repraesentatio Christi, propia del
ministerio ordenado, y lo que conlleva, es de orden trascendente, no nos pertenece. Y su realización, por
una ordenación sacramental, tampoco. No es derecho, ni exigencia, ni necesidad
nuestra. Es enteramente gratuita. Por ello nuestra disponibilidad debe hacerse
acatamiento, docilidad y fidelidad a la voluntad de quien nos llamó, en su
Iglesia, al orden de los presbíteros configurándonos con Cristo sacerdote
realizador perfecto de la voluntad del Padre. La obediencia a Dios, que es
propia de cualquier bautizado, recibe en el ordenado una cualificación
específica al servicio del misterio de salvación. Aquí no puede haber voluntad propia porque el misterio de salvación no
es nuestro y, el hacerlo nuestro, es salvación para nosotros pero no nos
convierte en salvadores de nadie. En el momento en que la voluntad y el querer
propios intentaran “apropiárselo” dejaría de ser Misterio, no sería salvación. Consiguientemente, solo una obediencia
exquisita, que implica la renuncia a la voluntad propia, (55) es verdaderamente ministerial,
permite la representación y hace fluir con gozo las aguas de las fuentes de la
salvación. (56)
Este desposeimiento de lo propio no es una pérdida sino ganancia. Es lo que posibilita la
autenticidad de ser testigos actuales de Cristo. Decimos autenticidad —alezeia— responder a la verdad de lo que
somos por pura gratuidad divina manifestada en el sacramento. No se trata solo
de la "formalidad oficial" de un rito sino de la verdad que significa
y actualiza. Testigos porque nuestra
vida, palabras y acciones no solo no han de estar en contradicción con los
valores del Reino, sino porque tienen que expresar que "el Señor vive”. Actuales, con autenticidad aquí y
ahora, en la situación presente, no solo en lo que hicimos antes, en otras
situaciones, ni en los sueños del posible futuro, sino en este Pueblo de Dios
concreto, en éste mundo no en otro. Y decimos de Cristo, de ningún otro amo, porque es la realidad significada
sacramentalmente que debe realizarse. Y porque somos testigos, somos enviados
con fuerza —no con poder— a dar el testimonio de la nueva vida, la del
Resucitado. Solo cuando la repraesentatio
está inserta en la totalidad del servicio, sirve a la libertad de la Iglesia —a
la que sirve también su jerarquía— pues solo en libertad se sirve a Jesús y
solo en libertad Él se hace presente.
De ahí nace una autoridad que no es como la
del mundo —poder— que es el
equilibrio mismo de la libertad del Pueblo de Dios, su estímulo y garantía.
Éste no sería libre sin el servicio de la autoridad que hace de su obediencia
la aceptación del único Señor, el seguimiento fiel de la misión, asumir la
tarea —los asuntos de Jesús— y cumplirla. No es, por tanto principalmente
sometimiento, es fidelidad a la verdad
de lo que es y lo que se es, que tanto quienes tienen el servicio de la
autoridad como la totalidad del Pueblo de Dios, deben seguir como exigencia
fundamental de su obediencia al único Señor y que la jerarquía presencializa.
No es por tanto función en sí misma, y mucho menos principal, mandar y,
consiguientemente, en los demás obedecer. Función del servicio de la autoridad
es dar testimonio actual de Cristo, (57)
para esto somos enviados y en eso "representamos" a Cristo. De ahí nace nuestra autoridad y solo en
eso. En el momento en que nos apartáramos de los "asuntos de
Jesús" o intentáramos imponernos desde otras "representaciones",
nuestra autoridad dejaría de ser servicio y se convertiría en poder establecido
contrario al querer de Dios. Obedecer así, sería desobedecer a Dios.
Una precisión
que nos parece importante es que la autoridad que nace de la repraesentatio Christi, no sólo está inserta en el testimonio y la
misión, sino también en el contexto
amplio de todo el Pueblo de Dios. (58) Todo él es depositario y manifestación del
testimonio y la misión, y por tanto, de la repraesentatio
Christi. Su jerarquía no agota la representación. El Señor es tan
inabarcable para poder ser representado que una persona, grupo, función y
servicio son individualmente considerados insuficientes. Solamente el conjunto
—el entero Pueblo de Dios, la Iglesia, el Cuerpo del Señor...— puede
representar la totalidad de su Misterio. Es
de la totalidad de quien se predica que es sacramento de salvación, de
unidad, etc. (59).
Es por tanto la totalidad con su jerarquía incluida, la que es sujeto propio de
la repraesentatio Christi. Nosotros
somos ministros en una iglesia enteramente ministerial (60). Por ello hay diferentes
carismas, servicios y ministerios pero un solo Señor. (61) Todos, como la totalidad
misma, obra del Espíritu del Señor. Llamamientos de Dios para servicios
concretos, con la capacitación consiguiente para desempeñarlos, que no son
dones ni concesiones de la jerarquía eclesial sino del Espíritu del Señor.
Aunque pertenece a su servicio "examinarlo" todo, (62) sin
embargo su carisma y servicio no está "contra" —o
"soportando"— los demás carismas y servicios del Pueblo de Dios sino, reconociéndolos, animándolos y
ordenándolos a la edificación de la totalidad. Todo lo que viene del
Espíritu se "reconoce", (63) por eso todos los creyentes, con sus
respectivos y múltiples carismas, "se reconocen". No reconocer el
carisma de la jerarquía sería tan contrario al Espíritu como que ésta solo
admitiera el suyo desoyendo el resto. Lo cual nos lleva a concluir que el sacerdocio ministerial, aunque
específicamente distinto del sacerdocio común, no puede entenderse como
separado de éste sino al servicio de éste (64), actuándolo y ordenándolo no desde fuera —como
una superclase dirigente— sino desde su
propio interior para la realización del único sacerdocio de Cristo. Aquí no
caben ni mandones ni señoritos.
La obediencia, por tanto, queda especificada
por el sacramento que se recibe. Por estar bautizados estamos referidos a Dios
pues "somos en Cristo" y que es común a todo el Pueblo de Dios.
Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. (65) Pero, al ser ordenados por un
sacramento específico para una misión específica también en la misión universal
del entero Pueblo de Dios, nuestra
obediencia nace no como una supererogación de la obediencia bautismal —esto
es lo que acontece en la vida religiosa— sino del mismo sacramento que nos refiere,
sacramentalmente, al obispo y a
los demás presbíteros. Correctamente
entendida, no es imposición sino ejercicio de la colegialidad nacida no de las
normas o de la promesa de obediencia ritual, sino del sacramento mismo. (66) El
presbítero autócrata, independiente del obispo y del presbiterio —a quienes
está unido sacramentalmente y de quienes depende— es una auténtica
contradicción. Desconectado del Pueblo de Dios, un contrasentido.
Toda esta larga reflexión es para
fundamentar lo que debemos honradamente concluir y que insinuábamos en el
titulo: la obediencia es una línea de fuerza poderosísima pero que se puede
prestar a todo si no está rectamente concebida.
Es una línea de fuerza, como lo fue en
Jesús, porque estamos referidos y entregados al Padre en Él. Somos en Cristo por nuestro bautismo y toda
nuestra vida es un proceso de identificación con Él desarrollando la
configuración que el bautismo inició germinalmente. Pero, además, somos en
Cristo sacerdote pues hemos sido introducidos en el dinamismo pascual de su
entrega obediente hasta la muerte para realizar el querer del Padre (67).
Esto lo tenemos en común con el entero Pueblo de Dios pues es un pueblo de
bautizados constituidos en reyes, sacerdotes y profetas (68) por su configuración con
Cristo. Sin éste presupuesto común no hay posibilidad de sacerdocio ministerial
que presupone siempre el bautismo. Consiguientemente un sacerdocio ministerial
ejercido independientemente del entero Pueblo de Dios, al margen de él, no
reconocedor de la responsabilidad común ni de su comunión en Cristo, convertido
en clase privilegiada dueña de la heredad, viviendo separada y, además, a su
costa, se convierte automáticamente en desobediencia a Dios (69) y
en negación fáctica de la realidad bautismal.
Línea
de fuerza, también, en cuanto que, por un sacramento específico, somos ordenados al servicio de éste
Pueblo. Nuestro carisma es de totalidad: debe ordenar el conjunto de los
carismas, servicios y ministerios para la edificación de la comunidad eclesial,
prolongación o extensión de la Humanidad del único Señor. Lógicamente debe
fundarla sobre la fe apostólica y garantizar que es ésta y no otra la fe de la
Comunidad en cada comunidad concreta. Lo que es imposible sin el obispo y el
conjunto del presbiterio. Convocar, congregar
y conducir este Pueblo de Dios concreto no puede hacerse sino desde este
presupuesto sacramental específico. Línea de fuerza por tanto, en cuanto que
éste ministerio no lo ejercemos en soledad sino en la colegialidad específica
del sacramento y la fraternidad sacramental
—no solo voluntarista— que aquella engendra y dentro de un pueblo de hermanos
que no de súbditos.
Pero, decíamos también, que esta línea de fuerza poderosa puede
prestarse a todo. Porque debido a concepciones y prácticas autoritarias,
obsoletas afortunadamente, se han creado en nosotros actitudes de sumisión anuladoras de la creatividad personal. Hay
quien busca insaciablemente normas o las provoca simplemente para tranquilizar
su inseguridad: obedeciendo no se
equivocan. Hay quien las necesita por pura pereza;
alguien dijo que no hay mejor regalo para un burgués que una ley, así nos
evitamos pensar, molestarnos y, desde luego, hacer algo más que lo mandado. La
creatividad y el riesgo están ausentes, a mí que me lo resuelvan. Hay también quienes solo hacen “lo que manda la Santa
Madre Iglesia”; identifican la Iglesia con la función magisterial de la
jerarquía convirtiendo la repraesentatio
Christi en una monumental dormidera, regazo maternal para todos los
huérfanos de decisión y de coraje; deciden no hacer otra cosa que cumplir o
repetir lo que dice el Magisterio, y no es que esto no sea bueno o no haya que
hacerlo, pero, quedarse solo en eso, impediría el avance del Magisterio mismo
y, desde luego, no ayudaría a que éste sea testigo "actual" de
Cristo.
También por lo que respecta a nuestra relación en
el Pueblo de Dios, se puede prestar a todo. Hemos dicho que la fraternidad
sacerdotal es necesaria, pues nace de la colegialidad misma del sacramento, pero está en función del servicio colegial
a la fraternidad eclesial del Pueblo de Dios, que es también de origen
sacramental —somos en Cristo— consiguientemente, en el momento en que se separe de esta misión esencial, estamos
perpetuando o estableciendo la casta clerical, separada del pueblo. Hemos
dicho también que es misión específica la de ordenar y configurar los demás
carismas, servicios y ministerios desde la fe apostólica para la edificación de
la Iglesia. Pero bastantes veces lo que domina en nosotros es la imposición —efectiva o afectiva— y la intolerancia, convirtiendo la
fraternidad en cotarro y la igualdad bautismal en puro recurso oratorio para
buscar la ayuda de los seglares. Otras, es la actitud de perdonavidas respecto de su misión y dones; los toleramos porque si
no nos quedaríamos solos, pero en el fondo nos molesta porque inquietan nuestra
pereza, nos sacan de nuestra rutina o nos humilla que "otros" vengan
a decirnos lo que debernos hacer. Son simples botones de muestra.
Si
miramos hacia la responsabilidad colegial, específica del ministerio ordenado, es cierto que hemos
progresado en actitudes y en la creación o renovación de estructuras colegiales
—consejos, arciprestazgos, etc.— pero de ahí a sentirnos en comunión, en la
formación, en el responder de la misión y en una auténtica fraternidad va un
abismo. Lo dominante es el cada uno a lo
suyo y sálvese quien pueda.
Creemos que con lo dicho, a propósito de la
obediencia, se ve claro que lo que queremos expresar con la palabra
disponibilidad está contenido en esta y, ciertamente, la profundiza mucho más.
NOTAS.—
50. Hebr. 5, 8-9; Rom. 5, 19.
51. lª Ped. 1, 2.
52. G. Thils
Santidad cristiana; Tissot: La
vida interior; R. Marin: T. de la
perfección cristiana; J. M. Castillo: El discernimiento cristiano, etc.
53. Oñatibia: El Sacramento del orden. En la
celebración en la Iglesia, T.II. pág. 631 Sígueme.
54. LG. 21a y 20b; PO. 2d; LG. 24a.
55. PO. 3, 12ss. L. Trujillo OC. 148.
56. Is. 12, 3
57. GS. 3b; LG. 27a; 2ª Cor. 13, 7.
58. Hebr. 7,20-22; 26-28; 10, 14. 21; LG.
10; PO. 2a.
59. LG. 48g;
GS 42c; 45a; AG. la; 5a; LG.
9c...
60. R. BOUCHEX. La Iglesia CENIEC; PO. 15b.
61. 1ª Cor.12, 1-11; LG. 12b.
62. lªTes.5, 21; 1ªJn.4, l; GS. 4a.
63. lª Cor.14, 37 ss. Son para la comunión:
lª Cor. 12, 7.13; 14, 12; Ef. 4,1ss.
64. LG.32c; PO.
l6a; LG. 28; Ch. D. 16a; LG. 32d;
3o, 37 G. J. Pablo II: Pastores dabo vobis 16 y 17.
65.
Hech. 4,19.
66. PO. 7, 2. Puede producir cierta
confusión, tanto en los obispos para disponer como en los presbíteros para
estar disponibles, la misma liturgia del sacramento donde hacemos la promesa de
obediencia. Da la impresión de que tenemos que obedecer porque así lo hemos
prometido. Y no es que esto sea malo, de hecho así es el voto religioso, el
religioso se compromete a obedecer a su superior como concreción de la voluntad
de Dios para él. Pero ¿es así en el presbítero? Hay que decir que no. Su
promesa no tiene un origen voluntarista de supererogación de los compromisos
bautismales. El origen de la obediencia en el presbítero está en el propio sacramento
del orden no en la promesa que hace, que viene a ser como una redundancia de lo
que el propio sacramento contiene. (PO.7, 2). L. Trujillo lo llama tautología.
OC. p.157.
67. Gal. 2, 20; Ef.
5, 2; Filp. 2, 5-11.
68. 1ª Pe. 2,
9; Apoc. 16 ,5-9ss.
69.
Os 4, 6.
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