lunes, 10 de diciembre de 2012

II. SACERDOTES. Libres para servir (6)


III. Obediencia, una línea de fuerza que puede prestarse a todo.
Nadie duda que, desde que Cristo aprendió obediencia por los caminos pobres de la encarnación y se hizo obediente hasta la muerte en cruz, lo que fue una línea constante de fuerza en su vida —la obediencia al Padre— se ha convertido en el único camino posible de salvación. (50) Por su obediencia hemos sido salvados y nuestra certeza es que, en la medida en que somos obedientes a Dios, encontramos esa salvación. (51)
La dificultad surge cuando queremos saber cuál es el querer de Dios. La moral y la teología espiritual ya nos hablaban de la voluntad manifestada de Dios, y por tanto claramente conocible, y aquella otra voluntad de beneplácito que también podíamos conocer a través del discernimiento de espíritu y de los signos en la historia, para lo que daban normas y avisaban peligros. No es ahora nuestro interés y a ellos nos remitimos (52).
Esta dificultad se agranda cuando nos encontramos con personas y oficios que representan a Dios y manifiestan su voluntad. Siempre los humanos hemos sentido curiosidad y necesidad de conocer concretamente cual es la voluntad de la divinidad que adoramos y, lógicamente, siempre hubo personas y oficios que se dedicaron a ello. Pero la verdad es que hoy tenemos una gran susceptibilidad ante el problema. Es curioso que cuando el hombre ha ganado más independencia y autonomía respecto de lo sagrado, es cuando ha sentido más pudor a presentarse con caracteres sagrados, y crece el sentimiento hasta la vergüenza, si se le atribuyen caracteres o representaciones divinas.
Pero el sacerdocio cristiano no nace ni de la curiosidad ni de la necesidad del hombre. Nace de la gratuidad del amor divino manifestada realmente —se hizo carne— en la autoentrega pascual del Hijo. No hay sacerdocio cristiano que no sea visibilización y presencia del sacerdocio de Cristo. Y es Él quien tiene la "representación" del Padre en propiedad y la expresión de su querer también. Es ésta una mediación única y universal. Por esto, cuando el sacerdocio cristiano se confiesa representante de Cristo, puede tener un sentido incompatible con esta mediación y con la fe en la resurrección. El Señor vive y, por su Espíritu, está presente en la Iglesia. En este sentido no necesita volverse a presentar (re-presentar) ni puede dejarse sustituir por nadie, sucesores, ni es exacto decir que "comparte" su sacerdocio ya que este “es un acontecimiento único e irrepetible al que nadie puede añadir nada, porque se basta solo para realizar plenamente la obra que le encomendara el Padre" (53). Sí debemos seguir hablando de una repraesentatio Christi que hace referencia a un servicio de la comunidad eclesial y a las personas que lo desempeñan. (54) Porque Cristo, en su existir actual glorificado, necesita una mediación que actualice y visibilice su presencia salvadora entre nosotros que aún no hemos llegado a la plenitud de la vida definitiva. Ésta mediación es de carácter sacramental: Hay en la comunidad creyente personas que, ordenadas para ese ministerio, visibilizan y actualizan sacramentalmente el misterio de salvación del Hijo.
Esta repraesentatio Christi, propia del ministerio ordenado, y lo que conlleva, es de orden trascendente, no nos pertenece. Y su realización, por una ordenación sacramental, tampoco. No es derecho, ni exigencia, ni necesidad nuestra. Es enteramente gratuita. Por ello nuestra disponibilidad debe hacerse acatamiento, docilidad y fidelidad a la voluntad de quien nos llamó, en su Iglesia, al orden de los presbíteros configurándonos con Cristo sacerdote realizador perfecto de la voluntad del Padre. La obediencia a Dios, que es propia de cualquier bautizado, recibe en el ordenado una cualificación específica al servicio del misterio de salvación. Aquí no puede haber voluntad propia porque el misterio de salvación no es nuestro y, el hacerlo nuestro, es salvación para nosotros pero no nos convierte en salvadores de nadie. En el momento en que la voluntad y el querer propios intentaran “apropiárselo” dejaría de ser Misterio, no sería salvación. Consiguientemente, solo una obediencia exquisita, que implica la renuncia a la voluntad propia, (55) es verdaderamente ministerial, permite la representación y hace fluir con gozo las aguas de las fuentes de la salvación. (56)
Este desposeimiento de lo propio no es una pérdida sino ganancia. Es lo que posibilita la autenticidad de ser testigos actuales de Cristo. Decimos autenticidad —alezeia— responder a la verdad de lo que somos por pura gratuidad divina manifestada en el sacramento. No se trata solo de la "formalidad oficial" de un rito sino de la verdad que significa y actualiza. Testigos porque nuestra vida, palabras y acciones no solo no han de estar en contradicción con los valores del Reino, sino porque tienen que expresar que "el Señor vive”. Actuales, con autenticidad aquí y ahora, en la situación presente, no solo en lo que hicimos antes, en otras situaciones, ni en los sueños del posible futuro, sino en este Pueblo de Dios concreto, en éste mundo no en otro. Y decimos de Cristo, de ningún otro amo, porque es la realidad significada sacramentalmente que debe realizarse. Y porque somos testigos, somos enviados con fuerza —no con poder— a dar el testimonio de la nueva vida, la del Resucitado. Solo cuando la repraesentatio está inserta en la totalidad del servicio, sirve a la libertad de la Iglesia —a la que sirve también su jerarquía— pues solo en libertad se sirve a Jesús y solo en libertad Él se hace presente.
De ahí nace una autoridad que no es como la del mundo —poder— que es el equilibrio mismo de la libertad del Pueblo de Dios, su estímulo y garantía. Éste no sería libre sin el servicio de la autoridad que hace de su obediencia la aceptación del único Señor, el seguimiento fiel de la misión, asumir la tarea —los asuntos de Jesús— y cumplirla. No es, por tanto principalmente sometimiento, es fidelidad a la verdad de lo que es y lo que se es, que tanto quienes tienen el servicio de la autoridad como la totalidad del Pueblo de Dios, deben seguir como exigencia fundamental de su obediencia al único Señor y que la jerarquía presencializa. No es por tanto función en sí misma, y mucho menos principal, mandar y, consiguientemente, en los demás obedecer. Función del servicio de la autoridad es dar testimonio actual de Cristo, (57) para esto somos enviados y en eso "representamos" a Cristo. De ahí nace nuestra autoridad y solo en eso. En el momento en que nos apartáramos de los "asuntos de Jesús" o intentáramos imponernos desde otras "representaciones", nuestra autoridad dejaría de ser servicio y se convertiría en poder establecido contrario al querer de Dios. Obedecer así, sería desobedecer a Dios.
Una precisión que nos parece importante es que la autoridad que nace de la repraesentatio Christi,  no sólo está inserta en el testimonio y la misión, sino también en el contexto amplio de todo el Pueblo de Dios. (58) Todo él es depositario y manifestación del testimonio y la misión, y por tanto, de la repraesentatio Christi. Su jerarquía no agota la representación. El Señor es tan inabarcable para poder ser representado que una persona, grupo, función y servicio son individualmente considerados insuficientes. Solamente el conjunto —el entero Pueblo de Dios, la Iglesia, el Cuerpo del Señor...— puede representar la totalidad de su Misterio. Es de la totalidad de quien se predica que es sacramento de salvación, de unidad, etc. (59). Es por tanto la totalidad con su jerarquía incluida, la que es sujeto propio de la repraesentatio Christi. Nosotros somos ministros en una iglesia enteramente ministerial (60). Por ello hay diferentes carismas, servicios y ministerios pero un solo Señor. (61) Todos, como la totalidad misma, obra del Espíritu del Señor. Llamamientos de Dios para servicios concretos, con la capacitación consiguiente para desempeñarlos, que no son dones ni concesiones de la jerarquía eclesial sino del Espíritu del Señor. Aunque pertenece a su servicio "examinarlo" todo, (62) sin embargo su carisma y servicio no está "contra" —o "soportando"— los demás carismas y servicios del Pueblo de Dios sino, reconociéndolos, animándolos y ordenándolos a la edificación de la totalidad. Todo lo que viene del Espíritu se "reconoce", (63) por eso todos los creyentes, con sus respectivos y múltiples carismas, "se reconocen". No reconocer el carisma de la jerarquía sería tan contrario al Espíritu como que ésta solo admitiera el suyo desoyendo el resto. Lo cual nos lleva a concluir que el sacerdocio ministerial, aunque específicamente distinto del sacerdocio común, no puede entenderse como separado de éste sino al servicio de éste (64), actuándolo y ordenándolo no desde fuera —como una superclase dirigente— sino desde su propio interior para la realización del único sacerdocio de Cristo. Aquí no caben ni mandones ni señoritos.
La obediencia, por tanto, queda especificada por el sacramento que se recibe. Por estar bautizados estamos referidos a Dios pues "somos en Cristo" y que es común a todo el Pueblo de Dios. Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. (65) Pero, al ser ordenados por un sacramento específico para una misión específica también en la misión universal del entero Pueblo de Dios, nuestra obediencia nace no como una supererogación de la obediencia bautismal —esto es lo que acontece en la vida religiosa— sino del mismo sacramento que nos refiere, sacramentalmente, al obispo y a los demás presbíteros. Correctamente entendida, no es imposición sino ejercicio de la colegialidad nacida no de las normas o de la promesa de obediencia ritual, sino del sacramento mismo. (66) El presbítero autócrata, independiente del obispo y del presbiterio —a quienes está unido sacramentalmente y de quienes depende— es una auténtica contradicción. Desconectado del Pueblo de Dios, un contrasentido.
Toda esta larga reflexión es para fundamentar lo que debemos honradamente concluir y que insinuábamos en el titulo: la obediencia es una línea de fuerza poderosísima pero que se puede prestar a todo si no está rectamente concebida.
Es una línea de fuerza, como lo fue en Jesús, porque estamos referidos y entregados al Padre en Él. Somos en Cristo por nuestro bautismo y toda nuestra vida es un proceso de identificación con Él desarrollando la configuración que el bautismo inició germinalmente. Pero, además, somos en Cristo sacerdote pues hemos sido introducidos en el dinamismo pascual de su entrega obediente hasta la muerte para realizar el querer del Padre (67). Esto lo tenemos en común con el entero Pueblo de Dios pues es un pueblo de bautizados constituidos en reyes, sacerdotes y profetas (68) por su configuración con Cristo. Sin éste presupuesto común no hay posibilidad de sacerdocio ministerial que presupone siempre el bautismo. Consiguientemente un sacerdocio ministerial ejercido independientemente del entero Pueblo de Dios, al margen de él, no reconocedor de la responsabilidad común ni de su comunión en Cristo, convertido en clase privilegiada dueña de la heredad, viviendo separada y, además, a su costa, se convierte automáticamente en desobediencia a Dios (69) y en negación fáctica de la realidad bautismal.
Línea de fuerza, también, en cuanto que, por un sacramento específico, somos ordenados al servicio de éste Pueblo. Nuestro carisma es de totalidad: debe ordenar el conjunto de los carismas, servicios y ministerios para la edificación de la comunidad eclesial, prolongación o extensión de la Humanidad del único Señor. Lógicamente debe fundarla sobre la fe apostólica y garantizar que es ésta y no otra la fe de la Comunidad en cada comunidad concreta. Lo que es imposible sin el obispo y el conjunto del presbiterio. Convocar, congregar y conducir este Pueblo de Dios concreto no puede hacerse sino desde este presupuesto sacramental específico. Línea de fuerza por tanto, en cuanto que éste ministerio no lo ejercemos en soledad sino en la colegialidad específica del sacramento y la fraternidad sacramental —no solo voluntarista— que aquella engendra y dentro de un pueblo de hermanos que no de súbditos.
Pero, decíamos también, que esta línea de fuerza poderosa puede prestarse a todo. Porque debido a concepciones y prácticas autoritarias, obsoletas afortunadamente, se han creado en nosotros actitudes de sumisión anuladoras de la creatividad personal. Hay quien busca insaciablemente normas o las provoca simplemente para tranquilizar su inseguridad: obedeciendo no se equivocan. Hay quien las necesita por pura pereza; alguien dijo que no hay mejor regalo para un burgués que una ley, así nos evitamos pensar, molestarnos y, desde luego, hacer algo más que lo mandado. La creatividad y el riesgo están ausentes, a mí que me lo resuelvan. Hay también quienes solo hacen “lo que manda la Santa Madre Iglesia”; identifican la Iglesia con la función magisterial de la jerarquía convirtiendo la repraesentatio Christi en una monumental dormidera, regazo maternal para todos los huérfanos de decisión y de coraje; deciden no hacer otra cosa que cumplir o repetir lo que dice el Magisterio, y no es que esto no sea bueno o no haya que hacerlo, pero, quedarse solo en eso, impediría el avance del Magisterio mismo y, desde luego, no ayudaría a que éste sea testigo "actual" de Cristo.
También por lo que respecta a nuestra relación en el Pueblo de Dios, se puede prestar a todo. Hemos dicho que la fraternidad sacerdotal es necesaria, pues nace de la colegialidad misma del sacramento, pero está en función del servicio colegial a la fraternidad eclesial del Pueblo de Dios, que es también de origen sacramental —somos en Cristo— consiguientemente, en el momento en que se separe de esta misión esencial, estamos perpetuando o estableciendo la casta clerical, separada del pueblo. Hemos dicho también que es misión específica la de ordenar y configurar los demás carismas, servicios y ministerios desde la fe apostólica para la edificación de la Iglesia. Pero bastantes veces lo que domina en nosotros es la imposición —efectiva o afectiva— y la intolerancia, convirtiendo la fraternidad en cotarro y la igualdad bautismal en puro recurso oratorio para buscar la ayuda de los seglares. Otras, es la actitud de perdonavidas respecto de su misión y dones; los toleramos porque si no nos quedaríamos solos, pero en el fondo nos molesta porque inquietan nuestra pereza, nos sacan de nuestra rutina o nos humilla que "otros" vengan a decirnos lo que debernos hacer. Son simples botones de muestra.
Si miramos hacia la responsabilidad colegial, específica del ministerio ordenado, es cierto que hemos progresado en actitudes y en la creación o renovación de estructuras colegiales —consejos, arciprestazgos, etc.— pero de ahí a sentirnos en comunión, en la formación, en el responder de la misión y en una auténtica fraternidad va un abismo. Lo dominante es el cada uno a lo suyo y sálvese quien pueda.
Creemos que con lo dicho, a propósito de la obediencia, se ve claro que lo que queremos expresar con la palabra disponibilidad está contenido en esta y, ciertamente, la profundiza mucho más.
 
NOTAS.—
50. Hebr. 5, 8-9;  Rom. 5, 19.
51. lª Ped. 1, 2.
52. G. Thils  Santidad cristiana;  Tissot: La vida interior;  R. Marin: T. de la perfección cristiana; J. M. Castillo: El discernimiento cristiano, etc.
53. Oñatibia: El Sacramento del orden. En la celebración en la Iglesia, T.II. pág. 631 Sígueme.
54. LG. 21a y 20b;  PO. 2d; LG. 24a.
55. PO. 3, 12ss. L. Trujillo OC. 148.
56. Is. 12, 3
57. GS. 3b; LG. 27a;  2ª Cor. 13, 7.
58. Hebr. 7,20-22; 26-28; 10, 14. 21; LG. 10;  PO. 2a.
59. LG. 48g;  GS 42c;  45a; AG. la; 5a; LG. 9c...
60. R. BOUCHEX. La Iglesia CENIEC; PO. 15b.
61. 1ª Cor.12, 1-11;  LG. 12b.
62. lªTes.5, 21; 1ªJn.4, l; GS. 4a.
63. lª Cor.14, 37 ss. Son para la comunión: lª Cor. 12, 7.13; 14, 12; Ef. 4,1ss.
64. LG.32c;  PO.  l6a;  LG. 28; Ch. D. 16a; LG. 32d; 3o, 37 G. J. Pablo II: Pastores dabo vobis 16 y 17.
65. Hech. 4,19.
66. PO. 7, 2. Puede producir cierta confusión, tanto en los obispos para disponer como en los presbíteros para estar disponibles, la misma liturgia del sacramento donde hacemos la promesa de obediencia. Da la impresión de que tenemos que obedecer porque así lo hemos prometido. Y no es que esto sea malo, de hecho así es el voto religioso, el religioso se compromete a obedecer a su superior como concreción de la voluntad de Dios para él. Pero ¿es así en el presbítero? Hay que decir que no. Su promesa no tiene un origen voluntarista de supererogación de los compromisos bautismales. El origen de la obediencia en el presbítero está en el propio sacramento del orden no en la promesa que hace, que viene a ser como una redundancia de lo que el propio sacramento contiene. (PO.7, 2). L. Trujillo lo llama tautología. OC. p.157.
67. Gal. 2, 20; Ef.  5, 2;  Filp.  2, 5-11.
68. 1ª Pe. 2, 9; Apoc. 16 ,5-9ss.
69. Os 4, 6.

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