domingo, 13 de enero de 2013

EXISTENCIA CRISTIANA 2: Dios y la enfermedad


Hace poco murió un íntimo amigo mío después de padecer durante meses y siempre en la duda sobre la clase de mal que le aquejaba. Otros muchos en hospitales y casas particulares también se ven aquejados por males tremendos que a la larga o a la corta les llevarán a la muerte. Ante tanto dolor y tanto sufrimiento no puedo evitar preguntarle, al Señor, quizá con atrevimiento insolente, ¿cuál es su papel en estas tragedias?, ¿qué es lo que Él hace? Y ¿cómo lo hace?
Creo tener claro, que el Señor es nuestro Creador y nuestro Padre y tanto una cosa como otra están señalando al amor como eje y centro de ambas realidades. Porque es Creador no puede haber ninguna otra causa, como origen de todo lo creado, que el amor y la relación que se establece con nosotros –entre creador y criatura- no puede ser otra que el amor. Toda la creación está referida a Él entitativamente en una relación que sólo puede ser amor. No es algo de orden moral o afectivo sino de orden entitativo. Es el ser y la existencia de cada creatura la que está referida a Él hasta el punto de que si dejara de amarnos dejaríamos de existir. Y si nosotros dejáramos de amarle conscientemente se produciría una fractura que llevaría consigo una contradicción no sólo de orden moral sino entitativo pues, por un lado, somos y estamos referidos a Él y, por otro, conscientemente, estaríamos rechazando esa referencia.
Ser Padre nuestro está indicando, en la criatura racional el mismo proceso. Por serlo es origen de vida y, al serlo universal, lo es de toda vida. No hay vida que no sea originada últimamente por Él y la vida está originada por el amor. Éste es el origen de toda vida su paternidad, es de una fecundidad sin límites. No hay humano que no sea amado y, consiguientemente que no sea hijo. Cierto que muchos ni conocen ni viven conscientemente esa relación, pero eso no quiere decir que no exista, y, consiguientemente, que por ello no sean hijos suyos.
Por todo ello se me crea, una gran confusión cuando contemplo el sufrimiento de alguien, especialmente si son personas muy queridas por mí. Hasta en los últimos casos que se me han dado, no he pedido que los cure, que les quite la enfermedad que los aquejaba. No me atrevo, porque me parece hasta ofensivo para Él. Si son hijos suyos, si los quiere, si están referidos a Él, en algunos casos hasta muy conscientemente, ¿cómo atreverme a pedirle que les quite esos sufrimientos? ¡Cómo si él no los quisiera! ¡O como si yo los quisiera más que Él! Y, además, como si fuera el causante de tanta tragedia o tuviera que ver algo en ello. Sabe muy bien que no se lo he pedido pero, por otra parte, siento como necesidad de hacerlo. Me deja insatisfecho, como si no quisiera hacer lo que debiera hacer.
Tengo claro que Él no causa esos sufrimientos, ni la muerte que es su desenlace último. Todo esto acontece, por causas ajenas a su voluntad. Consiguientemente, no puede quererlas y mucho menos que hagan sufrir tanto a sus hijos. Tampoco puede impedirlo. Sería desdecirse del mundo y del hombre que ha creado haciendo cielo lo que es mundo y ángel lo que es hombre. Además ¿cómo evitar la acepción de personas?, ¿por qué con este sí y con otros no? Y si con todos, pues todos viviríamos indefinidamente. Entiendo todo esto, pero no me tranquiliza. ¿Dónde está su amor? ¿Dónde queda la referencia con Él?
Estas vidas enfermas y sufrientes son vida, disminuida por la enfermedad o la vejez, pero vida. Por tanto siguen estando referidas a Él y como parte de un todo y Él sigue originándola porque su amor sigue actuando, sigue amando, pero ¿hasta dónde? Y tengo que responderme, que hasta siempre. La dificultad está en que nosotros creemos que “esta” vida que tenemos, enferma o sana, es “la” vida, la totalidad de lo que somos y disfrutamos y esto no es verdad. Esta vida es una porción o parte de una vida total y es esta la que recaba para Él, la que ama y la que está referida a Él. Esta vida está integrada en la vida total como parte. Y Dios recaba totalidades y, las partes en cuanto que están integradas en ellas. La enfermedad, el dolor y el sufrimiento son carencias que afectan a esta vida y son estimulo o impedimento para la vida total.
Entonces, ¿se desentiende de todo esto que en esta vida nos afecta a veces tan amargamente? ¿Él dónde está cuando sufrimos tanto? Desde luego nunca causando ningún sufrimiento porque nos ama ahora, en esta vida, y en la vida total. Tampoco permitiéndolo que sería otra forma de consentirlos y quererlos. ¿Entonces? Compartiéndolos y ayudándonos a superarlos. Su amor por nosotros es tan total que asume el dolor de aquellos a los que ama y nos ayuda a superar su verdadero mal que puedan convertirse en impedimento para nuestra vida total. Hace suyo lo nuestro, todo lo nuestro, menos el pecado y lo conduce a derrotar el mal que nos afecta y que Él ni causa ni quiere, aplastándolo con la plenitud de la vida a la que siempre nos llama. Con ello despoja al sufrimiento, el dolor y la muerte de su verdadera tragicidad y los convierte en agentes de la destrucción del mal. Pero tenemos que ser nosotros, es nuestra libertad ayudada por su gracia, la que desarrolla esta historia nuestra. En esto nadie puede sustituirnos. Él tampoco, tendría que estar haciendo milagros permanentemente con cada uno de nosotros y estaría escribiendo una historia que ya no reconoceríamos como nuestra.
Entonces, me preguntaba, ¿El Señor dónde está? Y, siendo consecuente, tengo que responder que en el que sufre y con él. Por un lado impidiendo, con su colaboración, que el mal que le afecta se convierta en un obstáculo serio para su vida total que es su vida definitiva. Por eso anima, conforta, ayuda a ver claro y crea una esperanza sin límite más allá del dolor y de su desenlace la muerte. Haciendo realidad en el enfermo que asuma su vida, esta vida ahora enferma, y la entregue. Nos la ha dado para entregarla, querer conservarla es perderla. Solo dándola podemos recuperarla en la totalidad de la que es parte. Por otro lado, siempre con nuestra colaboración, convirtiendo el sufrimiento en instrumento de destrucción del mal y la misma muerte en portal de dicha eterna, de la vida definitiva y plena. Hace que lo que sufrimos irremediablemente sea remediado definitivamente. Él no está en el dolor y el sufrimiento, está en su superación y remedio definitivo. Esto hace que lo encaremos poniéndolo en su sitio, con aquella indiferencia ignaciana en la que da igual salud que enfermedad, vida larga o vida corta, porque no es eso lo más importante sino que alcance la meta. Y es hacia ahí hacia donde hace confluir, si le somos fieles, todo aquello por lo que estoy pasando y lo que estoy sufriendo.
Todo lo cual hace vivir la situación de otra manera muy distinta, pues entonces descubrimos la acción, que está actuando, para nuestro bien en el pasado, el presente y el futuro. Él ha estado y está y estará actuando permanentemente para que en toda situación, incluida la más adversa, yo encuentre siempre mi bien. Es en mi interior y en el interior –corazón- de todos los que me rodean donde actúa sin cesar. En los médicos que me atienden para que diagnostiquen acertadamente, que encuentren el tratamiento adecuado y puedan aliviarme… Es en el interior del personal sanitario para que cumplan con amor y eficacia su cometido… Es en los familiares y amigos para que siempre me encuentre acompañado y querido… Es en mi interior para que sea dócil, cumpla el plan y tratamiento; para que aproveche mi situación dolorida para unirla a la de tanto Cristo paciente que no tiene el consuelo de vivir su sufrimiento como yo vivo el mío… Es en el corazón de todos y cada uno donde incansablemente está actuando para que el dolor de sus hijos no sólo sea llevadero sino que se convierta en camino agradecido hacia aquella plenitud prometida donde ya no hay llanto ni dolor porque todo eso es ya pasado.

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