domingo, 13 de enero de 2013

EXISTENCIA CRISTIANA 5: ¿Para qué orar?


¡Cuantas veces, siento la necesidad de pedir! Creo que es lo primero que se me viene a los labios y al corazón cuando trato de relacionarme con Dios. Expresiones como: “Señor, ayúdame”, “Señor no me dejes”, “Dios mío, échame una mano”, etc., etc. es una lista inacabable. Luego que me salen estas peticiones me entra como un remordimiento primero porque sea lo primero pedir y segundo porque me parece que es como una falta de confianza con Dios, como si no tuviera confianza en Él. Y estas contradicciones entre lo que hago y lo que me remuerde me llenan de confusión.
Veo claramente que la Escritura está llena de peticiones dirigida al Señor, de muy diversa índole. También Jesús oraba con peticiones concretas, no sólo dando gracias. Es toda una tradición la que hay en nuestra Iglesia que llegó incluso a condenar a quienes negaban el valor de la oración de petición. Pero luego me fijo en la práctica, en la mía y en la de la mayoría de la gente, y me hace dudar seriamente de muchas cosas.
La primera es que, muchas veces, nuestra oración parece consistir en informarle de lo que nos pasa. “Señor, escúchanos”, “atiéndeme, no ves lo mal que lo estoy pasando”, “a mi familiar o amigo van a operarlo”, “el paro se está cebando en nuestras familias”… Y me pregunto, ¿el Señor no conoce lo que me está pasando?, ¿no conoce mis entradas y salidas, cuando me siento o me levanto, como dice un salmo? Nos dirigimos a Él como si no estuviera enterado. Por eso deduzco que la oración de petición no puede consistir en informarle de lo que nos pasa. Él lo sabe todo y mucho antes de que podamos decírselo.
En segundo lugar, muchas veces obedece a una pretensión que creo imposible de que se realice. Tratamos de cambiar su voluntad, lo que no sólo es imposible sino, a veces, también injusto porque ofrece una imagen suya, hasta cruel. ¿Por qué queremos que cambie de actitud y haga ahora lo que no quería antes? Sencillamente porque creemos que su voluntad nos perjudicaba. ¿Y esto por qué? Pues porque, en el fondo le hacemos responsable de la enfermedad que nos afecta, de los sufrimientos que padecemos e incluso de la misma muerte. Creemos que todo esto es “su voluntad”, por eso le pedimos que la cambie para no nos afecten y si ya lo hacen que nos las quite de encima. Tenemos identificado su querer con todo lo negativo que nos acontece. Cuando en la oración del Padre nuestro decimos “hágase tu voluntad” muchos lo dicen resignadamente porque temen lo que les puede traer su voluntad. Algunos hasta cierran los ojos no sea que su voluntad les acarree una desgracia. Esto se opone de tal manera a la experiencia de Jesús, a su enseñanza y a lo que significaba la palabra Abbá en sus labios que resulta irreconocible e irreconciliable con nuestra práctica. Si hay algo fuera de toda duda es que el Padre le amaba y, en Él, nos ama por encima de todo. Su voluntad es su amor que quiere siempre nuestra felicidad en la tierra como en el cielo, nunca nuestras desgracias. Que procuremos ser felices y hacer felices a los demás en cualquiera de las situaciones que nos crea esta vida. Él no quiere para nosotros ningún mal y, consiguientemente, si los padecemos, no los causa, hay que buscar la causa en otra parte, su voluntad es su amor a todos y cada uno de los hombres y esa voluntad es inmutable, no puede cambiar. Ésta es la seguridad y la certeza que tuvo Jesús y han tenido siempre los grandes creyentes aún en medio de grandes sufrimientos que Él no les mandaba.
En tercer lugar, cuando nos sentimos culpables de haberle fallado de alguna forma, le pedimos que no nos venga de Él ningún castigo: “Señor, ten piedad”, “ten misericordia de nosotros”, etc., etc. ¡como si no la tuviera antes, en y después de nuestros fallos!, ¡como si fuera un juez implacable al que tuviéramos que aplacar con súplicas para que no nos castigue! Del Señor, solo puede venir el amor, porque no tiene amor sino que es amor y el amor “echa fuera el temor” por eso quien siente temor, aun no está realizado en el amor (1ª Jn 4, 7-19). Él nos ha amado primero, por eso su amor está por encima de nuestros fallos y pecados. Él no castiga a nadie. Ésta es una forma de hablar humana que no responde a quien Él es. Si hemos caído no viene con la sentencia y el castigo, viene con el amor que es y la reconciliación que provoca. Por eso nadie debe pedirle que tenga piedad y misericordia de nadie porque la ha tenido siempre, la tiene y la tendrá sin que nadie se la pida. Nos ama siempre y busca nuestro bien y lo mejor para nosotros en cualquier situación en que nos encontremos.
En cuarto lugar hay muchas veces una especie de presunción de que nos tiene que atender en lo que le pedimos porque somos buenos y hacemos por Él muchas cosas. Si le añadimos el “yo no soy como los demás”, sería la réplica exacta del fariseo de la parábola. Lo he visto en mucha gente, sobre todo al enfrentarse con el dolor e incluso con la muerte: “yo que hecho tanto por ti”, “que siempre te he tenido presente”, “que he difundido tales o cuales devociones”, que he extendido tal movimiento  o logrado tales obras de caridad, etc., etc. Es como un querer pasarle la factura de lo que por Él he hecho. Como si nuestras relaciones con Él fueran comerciales, yo te hago esto y tú me das aquello. Esto –que es fariseísmo puro- lleva en el fondo una actitud que nace de una pretensión: creer merecerle y merecer lo que nos da. Es muy sutil pero está en el fondo de muchas espiritualidades. Hago todo esto –y lo hacen honradamente- y me esfuerzo todo lo que puedo para merecer el cielo, que es merecerle a Él. Es lo que hacía el apóstol Pablo antes de su conversión. Olvidaba y olvidamos que el Reino –con la salvación- Él nos la da de balde, que es lo mismo que decir que se da de balde. A Dios no lo merece nadie, ni con pocos ni con muchos méritos, porque su donación y todo lo que conlleva no nace de que nosotros seamos mejores o peores sino de que el Señor es bueno y eso no lo cambia ni nuestras virtudes ni nuestros pecados. Su bondad –en el fondo su amor- es anterior y por encima de nuestras actitudes y méritos.
Dicho todo esto, entonces, ¿para qué pedir? Quien no crea nada de lo que venimos diciendo responderá lo contrario, que es para que esté enterado de lo que nos pasa, para que cambie de actitud para con nosotros, para que no nos castigue, para que nos conceda lo que creemos merecer… Para quienes rechazamos estas formas de entender la oración de petición no tenemos más remedio que confesar –con San Agustín y Santo Tomás “que la oración es necesaria al hombre en razón de aquello que ora… por ella se hace capaz de recibir. Lo que quiere decir que debemos buscar la eficacia de la oración y su necesidad en el influjo que ejerce, no en Dios sino en nosotros cuando oramos. Él está siempre dispuesto, nosotros no. La oración nos dispone a aceptarle y a aceptar su don –el Reino- en cualquier situación que nos encontremos. La oración hace apto el instrumento para realizar su designio de amor en nosotros y en la humanidad entera. Es la gran palanca que tiene nuestra debilidad e impotencia ante las situaciones difíciles que nos crea la vida- no el Señor- para que despliegue su poder. La experiencia de nuestra debilidad, limitación y contingencia nos hace experimentar su ternura- es nuestro Abbá- Dios que nos ama. La oración nos hace reconocer nuestra escasez e insuficiencia, nos pone ante nuestros ojos la necesidad y nos dispone a agradecer y a recibir su Don. Al mismo tiempo, crea la esperanza terca de que su amor desplegará su poder para que podamos llegar a la meta el Dios, Creador y Padre Nuestro.

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