miércoles, 9 de enero de 2013

LA NUEVA EVANGELIZACIÓN 1: Vivimos una situación paradójica

(Reflexión sobre la situación y necesidad de la Nueva Evangelización)
Es hoy común la afirmación de que estamos en una situación profunda de cambio. No es un cambio superficial sino abarcante y profundo, que lleva gestándose tiempo y que tardará en manifestarse aún, aunque ya esté dando señales de su presencia. A caballo entre dos culturas se mueve en el tiempo presente. Ambas conviven y, según la diversidad de lugares y personas, dominan aspectos de una o de otra. Lógicamente el fenómeno abarca todo lo que conlleva una cultura: las formas diferentes de situarse ante Dios, ante los demás y ante el mundo entorno. Con sus ideas respectivas, sus métodos y sus lenguajes diferentes.
Tres acontecimientos suelen señalarse en nuestro ámbito, decisivos a la hora de marcar las diferencias: El Concilio Vaticano II, en el plano eclesial, en lo político la instauración de la democracia —Constitución— y en lo cultural, la integración en Europa. Aunque tiene fechas concretas, no han liquidado lo anterior que, en sus niveles respectivos, sigue perviviendo con la novedad que inauguran los tres acontecimientos. Estos, por no ser simples hechos sino acontecimientos, influyen de forma constante más allá de sus fechas respectivas, marcan nuestro acontecer diario y provocan tensión constante con la cultura anterior. Al mismo tiempo se dejan influenciar una y otra y, sus interacciones, provocan retrocesos o avances según los casos.
En nuestra diócesis, creemos poder decir con honradez, conectamos más con lo que llamamos “espíritu conciliar” que con el Concilio mismo. La razón está en que la mayoría ni leyó los documentos conciliares ni los estudió (1). Con lo que el pretendido “espíritu del Concilio” difícilmente podía ser legitimo sin una comprensión adecuada de sus documentos. Era más bien una conexión con el fenómeno postconciliar —hoy bien identificado por los estudiosos— (2) pero que tampoco generalizó su influencia en lo mejor que tenía, como fueron: la creatividad manifestada en la experimentación, la aceptación del pluralismo, el interés por el hombre, el valor de la vivencia sobre la doctrina, la función crítica ante el mundo, la primacía de la praxis, etc.
Así las cosas, el cambio político en nuestro país, con su aconfesionalidad —posteriormente manifestada en hostilidad contra la Iglesia en muchas ocasiones— enterraba políticamente el régimen de cristiandad, nos dejaba sin poder político, mermaba la influencia social, nos situaba iguales ante la ley como cualquier ciudadano, suprimía privilegios, introducía el pluralismo confesional, etc. Nuestra irrelevancia social ha comenzado a ser un hecho. Lo que ha provocado en muchos añoranzas, victimismo, búsqueda de refugios y de seguridades.
Al mismo tiempo, y en un plano cultural, la secularización se ha implantado ganando terreno, ha dejado la fe sin apoyos externos, ha producido una crisis fortísima de identidad, ha derrumbado el universo simbólico en que nos movíamos y ha privatizado la fe (3). La mentalidad científico-técnica, dominante hasta ahora, o niega o pasa simplemente de todo lo trascendente y, la emancipación del sujeto, ha agudizado en muchos casos nuestro inveterado individualismo. Si a esto le añadimos los estragos del capitalismo con el dinero como dios supremo, el consumo como ámbito y la publicidad como profeta, el bienestar nos ha traído el hedonismo y el progreso la comodidad y las seguridades.
Según los autores que tratan de caracterizar la post-modernidad, las perspectivas no son muy halagüeñas, al menos por lo que ya está entre nosotros en parte. Se nos impone el imperio de lo débil —light—, del sentimiento sobre la razón, el hedonismo y el dominio de lo corpóreo, la indiferencia sobre la tolerancia, del esfuerzo (Prometeo) pasamos al éxtasis de lo propio (Narciso) y, junto a un retorno a Dios —pero un dios también light— retornan con él los brujos (4). La crisis actual nos trae sorpresas imprevistas.
Todo esto, en su totalidad o en parte, coge a nuestras diócesis en una situación muy difícil. La mayoría de sus sacerdotes son mayores lo que nos hace herederos del pasado y más conservadores, con limitaciones importantes por su edad, achaques y enfermedades —lo que impone lentitud y falta de riesgo— y, aunque animosos, sin poder abarcar todo lo que el Pueblo de Dios demanda. Aunque se llenarán los seminarios este año, tendríamos que pasar muchos años en la misma situación de escasez. De nada sirve pensar en soluciones que no están en nuestras manos —ordenación de casados o de mujeres— y que tampoco darían solución inmediata al problema aunque pudiera ser futura. Si nos fijamos en el laicado de nuestras parroquias, contando con lo mucho que se ha progresado, la pasividad sigue siendo la característica más destacada y el “cristiano independiente” —sin vinculación comunitaria alguna excepto el culto—  muy frecuente. Cierto que, en general hay religiosidad, pero es una religiosidad no evangelizada. El culto va por un lado y la vida por otro. También continúa la demanda de sacramentos, pero en gran parte por tradición o costumbre y, en muchos, como objeto más de consumo que como celebraciones de la fe que comprometan su vida, y tiene, como consecuencia principal, la ausencia de “testigos” en la vida pública, social y política.
Cierto, que todo ello nos hace preguntas y de un modo muy particular a los sacerdotes, por la responsabilidad inmediata que tenemos en la formación y estímulo de un laicado más adulto en la fe y más responsable. Pero bástenos ahora indicar aquellas carencias que refuerzan la paradoja de la situación que vivimos a cincuenta años del Concilio y asambleas sinodales donde se detectaron ya estos problemas, se estudiaron y sobre los que se trazaron una líneas de actuación que muchas están por revisar. Apuntar que esta escasez, hecha de pobrezas y carencias, ha reforzado un talante sufrido que si se traduce en paciente espera de siembras laboriosas, es ya una respuesta fecunda a la situación, pero que si se convierte en atonía, en acedia o en “ir tirando”, vacía de sentido la vida y corre el riesgo de convertir en sin sentido el mismo ministerio. Quizá la abundancia de secularizaciones entre nosotros esté poniendo de manifiesto esta realidad profunda mucho más que lo llamativo de sus consecuencias.
Pero nuestra realidad no está configurada sólo por la escasez de nuestras pobrezas. Nuestras carencias no pueden hacernos olvidar lo que también palpamos como ingrediente necesario de la misma. Los cambios, junto con la edad, nos han hecho acopiar un caudal de experiencia nada desdeñable, que nos permite enfrentarnos a la situación con sosiego y profundidad y no con la ligereza y el entusiasmo ingenuo del postconcilio. Estamos recuperando lo que nunca debió perderse: nuestra propia identidad y nuestra conciencia de pertenencia, el insistir en lo esencial y no tanto en lo periférico y accidental, el resurgir de la espiritualidad, no como refugio ante un mundo considerado hostil, sino como motor imprescindible de nuestra vida y, desde luego, el interés evangelizador (5). Al mismo tiempo vemos como todo este derrumbamiento de valores, roles y modelos trae consigo la aparición de otros nuevos que, salvados de su ambivalencia, son matrices de un hombre distinto y de una cultura diferente. La secularidad, salvada de su radicalización extremista —el secularismo—, ha propiciado el descubrimiento de un mundo desacralizado, que se rige por sus propias leyes, que no necesita agua bendita para ser bueno, y de un hombre dueño de su destino. El valor del individuo ha traído consigo la lucha y el posterior reconocimiento de sus derechos, los de la mujer, los del niño, del enfermo, etc. Cierto que puede devenir en individualismo, pero, si se impone el respeto al otro, quien sale ganando es el hombre en humanidad. El respeto al pluralismo nos ha conducido a la tolerancia, a valorar a la persona por encima de las ideas o creencias. En definitiva a ser más libres y a reconocerlo con lo que se valoran las actitudes, se superan legalismo, etc. etc. Valores muchos de ellos que están dentro de la mejor tradición cristiana.
En este ámbito nos estamos desenvolviendo ya, con sus avances y retrocesos, con sus afirmaciones y contradicciones. Podríamos seguir pero creemos que es suficiente para justificar el punto de partida, mostrar la situación con objetividad y la dificultad que conlleva. Donde se dan unas carencias notables y donde emerge un mundo distinto. Donde el cambio es patente, creando una dificultad añadida a las propias dificultades personales o colectivas, en el aquí y ahora de nuestras Iglesias locales.
En esta coyuntura histórica —contradictoria y difícil como toda historia— es donde ha surgido el interés por la evangelización. Se quiere retornar al Evangelio y no dejar al hombre y a la cultura emergente sin proponérselo. Porque estamos convencidos de que sólo desde ahí tendrá sentido el cambio que palpamos. No es de ahora, llevamos muchos años ya en que se ha ido generalizando y universalizando este interés por la Evangelización, aunque últimamente hayan sido el Papa Juan Pablo II quien la propusiera como “nueva” aprovechando el V centenario del Descubrimiento y la necesidad de recuperar la memoria en la Comunidad Europea volviendo a sus raíces y el Papa Benedicto XVI. Pero lo verdaderamente paradójico es que surge cuando tenemos más escasez. Se nos pide más cuando somos menos y tenemos menos. Queremos que hoy ocurra lo mismo que aconteció en los que oyeron, vieron y palparon al Verbo de Vida, pero lo queremos cuando somos más mayores, cuando tenemos menos influjo y relevancia, cuando tenemos más dificultad para aceptar lo nuevo, cuando no nos acompaña el apoyo anterior, cuando quizá nos vemos tentados a dimitir por el cansancio de la brega… Es aquí y ahora donde surge este interés, es en esta situación y, lógicamente, solo los implicados en la misma son quienes la perciben.
Todo esto puede producir desánimo si se encara la situación nueva desde los postulados, formas de vivir el sacerdocio, organización parroquial-diocesana, mentalidad etc. de la situación anterior. Por ese camino no solo sentimos desánimo sino hasta desesperación. El vino nuevo no puede echarse en odres viejos, a vino nuevo odres nuevos. Por eso si la situación se encara desde nuevos postulados (colegialidad, fraternidad, corresponsabilidad, comunión), nuevas formas de vivir el sacerdocio (fuerte identidad, gozo de la pertenencia, espiritualidad ministerial y no evasión, vivencia de la comunión eclesial y presbiteral) nuevas formas de organizarse (desde comunidades corresponsables, revitalización colegial del arciprestazgo, fraternidad sacerdotal efectiva), con nueva mentalidad (que incorpore efectivamente el Vaticano II, que eduque en la libertad para servir, que comprenda el sacerdocio desde su propia sacramentalidad, que comparte responsabilidad con los laicos en fraternidad etc.) entonces el vino nuevo encontrará odres nuevos que permitirán conservarlo y distribuirlo en la gran fiesta de la salvación.
NOTAS.—
1. Documento O de la A.C.: Sólo un 12% lo había hecho.
2. El Postconcilio en España. Madrid.
3. Ideas y creencias del hombre actual. González-Carvajal. Santander.
4. Idem. Páginas 153 – 176
5. Acontecimiento, nº 26.

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