miércoles, 9 de enero de 2013

LA NUEVA EVANGELIZACIÓN 4: En ella se nos está indicando qué quiere el Espíritu aquí y ahora de nuestra Iglesia y, lógicamente, de nosotros

Hasta ahora venimos insistiendo en la necesidad de escuchar lo que el Espíritu nos dice en la situación presente, aquí y  ahora. No lo que dijo hace cincuenta años, ni lo que pueda decir dentro de cien años. Responder sin más, convertiría al autor en portavoz del Espíritu —tentación más que frecuente en nuestros días— pero sería una pretensión no solo inmodesta sino también presuntuosa, con el riesgo añadido de dogmatismo del peor cuño. Creemos que sólo en la búsqueda en común, por la reflexión seria, la oración y el diálogo, podemos llegar a un descubrimiento fecundo. Ahí está el reto y la necesidad de afrontarlo. Pero dicho esto, no excluye que podamos recoger ya algunas pautas y descubrimientos basadas, no en criterios personales, sino en la experiencia eclesial de nuestras diócesis y de nuestras comunidades. No partimos de cero. Ahí está esa experiencia de las Asambleas Sinodales y también en trabajos de grupos amplios, como el de muchos Consejos Pastorales.
La acción del Espíritu está, sin duda, allá donde fidelidad y actualidad se encuentran. Es éste quizá el primer significado de Pentecostés, también lo que aconteció en el Concilio como tantas veces en la historia de la Iglesia, siempre que ésta, en la fidelidad a su único Señor, ha tratado de actualizarse. No se  trata de inventar la Iglesia. Se trata de ser fiel en el presente. Es quizá también, lo más radical del ministerio: ser testigos actuales de Jesucristo, pues sólo así podremos garantizar que la fe de nuestras comunidades y personas es la fe apostólica, lo que los apóstoles oyeron, vieron y palparon del Verbo de Vida. Pero testigos actuales. En el aquí y ahora de la situación. Lo que entraña por una parte, el despojarse de lo viejo y, por otra, la asunción de lo nuevo.
Lo viejo no es sólo lo inservible sino lo que no fundamenta el presente ni el futuro, es lo perecedero de lo antiguo. Éste –lo antiguo- posibilita el presente y le da su fundamento. Es su raíz y su memoria, sin él nos quedaríamos sin pasado y ciegos ante el futuro. Dios es un Antiguo con la actualidad de lo eterno, fundante de todos los tiempos. Pero Dios no es viejo. Tampoco lo son las personas, por muy mayores que sean, pues llevan siempre, por serlo, la novedad sorprendente de su misterio. Está claro que nos referimos a ideas, cosas, organizaciones, prácticas, etc. , que por muy tradicionales que sean, ya no entregan nada sino que velan, entorpecen, desfiguran o frustran la única verdadera Traditio: Jesucristo, el Señor nuestro.
Por esto se impone el abandono de la rutina y, sobre todo, del espíritu rutinario. La rutina es como una máquina demoledora que destruye todo interés y va cosificando todo lo que hacemos, aunque sean cosas santas. Es hacer por hacer y porque siempre se ha hecho, cuando ya ni fundamenta nada, ni dice nada a nadie y estamos convencidos de que no sirve para nada. Es repetir lo viejo. El espíritu rutinario no nace del Espíritu del Señor. Este nos hace “andar por éste camino nuevo y vivo inaugurado por Jesucristo para nosotros” (10). Es verdaderamente sorprendente este apego a repetir lo viejo cuando estamos en un Testamento nuevo, con una doctrina nueva, (11) una vida nueva, (12) un nuevo nacimiento, (13) un mandamiento nuevo, (14) en una Alianza nueva, (15) debido a la novedad del Espíritu que nos hace hombres nuevos (16). Estamos en una nueva creación donde pasó lo viejo, todo es nuevo (17). En esta novedad está siempre el Espíritu del Señor, nunca la rutina.
En lo viejo a desechar, pareja con la rutina, está también la instalación. Esta tampoco procede del Espíritu del Señor, sino de un mal espíritu. Es lo contrario del seguimiento, lo opuesto a encarnación. Junto con la rutina, el peor enemigo que tenemos de la evangelización. Instalarse es atrincherarse en la seguridad. Construirnos un monumental establecimiento y obligar a acudir, y pedir, a quien quiera algo de él y nosotros nos acomodamos a despachar, convirtiendo “las cosas santas” en objeto de consumo, a veces hasta rentables. En vez de poner la tienda —algo liviano y móvil— en el campo de los hombres es obligarles a venir al establecimiento. Cuando la iglesia se instala pierde su evangelismo, de comunidad mesiánica pasa a ser iglesia establecida, lo que supone un fracaso esencial en su misión (18). Un contraste con los grandes testigos de la fe, tanto en el Antiguo Testamento —Abraham, Moisés, Elías… como en el Nuevo-Pablo—, pero sobre todo con Jesucristo, descalifica como creyente o cristiana ésta actitud.
De la mano de la rutina y de las instalaciones vienen muchas cosas pero, principalmente, la falta de disponibilidad. La disponibilidad es una actitud abarcante, que nos hace prontos para secundar el querer de Dios, en lo que un mejor servicio del Pueblo de Dios exige y para abandonar lo que lo impide. Siempre es necesaria pero hoy más que nunca, dadas nuestras limitaciones y la escasez de sacerdotes tendente a acentuarse en los próximos años. Si lo más característico de la disponibilidad es la prontitud para el servicio, es indudable que ésta actitud viene del Espíritu del Señor, pues, precisamente la prontitud en el servicio divino, es la definición clásica de devoción.
Todo lo anterior puede resumirse, sin temor a equivocarnos, en que el Espíritu pide a la Iglesia, y en ella a todos nosotros, que estemos y seamos libres para servir. Y, esto, posiblemente lo tengamos asimilado —al menos teóricamente— pero, si estamos instalados y cogidos por el espíritu rutinario, difícilmente podemos llevarlo a efecto prácticamente. Para ser libres para servir es imprescindible la pobreza. Esta no es moralidad sobre gastos o pertenencias —austeridad— ni virtud que nos conduzca por la recta razón. Es un carisma necesario en la Iglesia de Dios para que sea comunidad mesiánica, que establezca el ideal del Rey Justo, saliendo de los establecimientos y asumiendo la causa de los pobres, que su Señor ya ha asumido, hasta que impere su justicia. Éste es el carisma necesario para que podamos estar y ser libres para servir. A este respecto también se impone una reflexión seria en todo el clero —mayores y jóvenes— pues el ámbito donde nos desenvolvemos sociedad consumista nos atrapa en su mal espíritu. Pero, además, la mayoría procedemos de familias humildes y no ejercemos otra cosa que el ministerio en un pueblo y una tierra pobre. ¿Cómo es posible la acumulación y la riqueza, unas veces de hecho y otras de deseo? ¿Cómo es posible la desigualdad, que a unos permite escasamente lo justo y, a otros, la realización de todos sus caprichos e instalaciones? Aquí se impone una reflexión muy seria y una actitud muy diferente.
Pero no basta despojarse de lo viejo. Lo que hoy dice también el Espíritu a la Iglesia es que asuma lo nuevo. Es en el “novum” de la historia signos de los tiempos, no en las repeticiones agotadas, donde lo está diciendo, donde está indicando el camino a seguir para salir airosamente de la situación, dándole toda su hondura al cambio. Lo cual supone no solo la transformación interior del hombre de la mente y el corazón, el no acomodarse a las apetencias de este mundo, ni recaer en el temor sino también abrir los ojos a la realidad del hombre a salvar y compartir con él lo que tenemos. Acercarse por el servicio desinteresado, a este hombre diferente que nace y a su cultura asumiendo sus valores.
Si tomamos como referencia tres tendencias ya consolidadas la secularidad, el respeto a la persona y el pluralismo está exigiendo una Iglesia más comunitaria, la valoración del laico y mayor diversificación.
Una iglesia más comunitaria demanda que, en sus personas e instituciones, en su organización y estructura, responda al Espíritu de comunión que la define y constituye y, esto, es imposible sin una mayor y mejor participación de todos y corresponsabilidad. Aunque hemos progresado en estas líneas, todavía el clero sigue siendo una superclase dirigente que mira con sospecha al laico. Casi todo se decide y dirige por los curas y en función de ellos. Esta actitud, entre otras cosas, infantiliza al laico —sus grupos, asociaciones y parroquias— con dependencias pueriles —unas afectivas, otras jurídicas, otras dictatoriales— originando un círculo vicioso en el que el seglar no inquieta al sacerdote y, éste, no estimula al laico. Muchos se extrañan aún, cuando oyen que “existe una auténtica igualdad entre todos, tanto en la dignidad como en la acción de construir el Cuerpo de Cristo, que es común a todos los creyentes” ¡Y son palabras del Vaticano II! (LG. 32a). El dolor producido en tantas tensiones domésticas, es revelador de ésta anómala situación. Una iglesia tan clericalizada no puede romper la pasividad del laico. La situación está exigiendo participación y corresponsabilidad.
La valoración del laico es una consecuencia de la profundización en la comunión que es la Iglesia y, al mismo tiempo, una consecuencia de la secularidad, no un parche ni una instrumentalización de la situación por la escasez de sacerdotes. Su igual dignidad cristiana está muy lejos de ser asumida por los clérigos. Y, sin embargo, sus carismas, servicios y ministerios, pero principalmente su pertenencia al mundo, lo hacen imprescindible en la situación presente si se habla de secundar al Espíritu en lo que llamamos nueva evangelización.
El valor creciente del individuo, el respeto a la persona, circula hoy como un dogma incuestionable. El interés por el personalismo, aunque solo sea como reacción a la masificación, está poniendo de relieve que el interés por lograr una fe personal  adulta en la evangelización, debe estar por encima del interés por una fe sociológica masiva que no afecta más que a lo periférico de la persona. Esto exige una jerarquización de valores, dedicaciones, medios y tiempo en función de ésta prioridad. Es esta una cuestión más que importante y que implica a muchas más. Al ser la fe de la mayoría de los diocesanos una fe sociológica, resulta que lo que más tiempo nos ocupa a los sacerdotes está en función de lo que ésta demanda. Este pueblo, sociológicamente religioso, celebra una fe que no está asumida personalmente y unos sacramentos que exigen una fe personal en función de la cual están pensados. El contrasentido es manifiesto pues esa religiosidad está por evangelizar. El respeto a las personas y el reconocimiento al valor de las mismas, por su originalidad e irrepetibilidad, está demandando una evangelización de personas y arbitrar los medios para conseguirlo.
Este respeto a la persona y la defensa de los valores y derechos del individuo, nos hace hoy convivir respetuosamente con quienes no tienen ni nuestra fe, ni nuestra vida, ni nuestras creencias, originando un pluralismo, de derecho y de hecho, reconocible hasta en el interior de nuestra comunidad diocesana, donde convivimos con ideas muy dispares, y diversidad de tendencias. Precisamente por esa plural situación de personas, grupos, parroquias o zonas, es necesario diversificar el culto, la catequesis, la formación, las prácticas, etc. para que respondan a la pluralidad de situaciones. Este pluralismo no está reñido ni con la confrontación ni con el discernimiento, es más, son actitudes necesarias para evitar que se desvirtúe. Creemos necesario evitar, en este punto, dos riesgos. Uno, oponerse emotivamente a todo lo nuevo que, lógicamente, está por experimentar, pues nos conduciría a un integrismo furibundo. El mayor pecado que hoy podríamos cometer sería ser un freno a la evolución. Otro, aceptar un pluralismo que desdibuje la identidad del creyente en una pluralidad de creencias, conductas, estilos de vida y prácticas en la que la fe de nuestra Iglesia, quede reducida a una vaga referencia o, la Traditio, quede sin efecto porque lo que se entrega no es lo que a nosotros nos han entregado. La aceptación del pluralismo está exigiendo la revisión constante y el discernimiento, a la luz del Evangelio vivido en la tradición eclesial.
Asumir los valores de la cultura emergente significa fijarse más en el destinatario y, consiguientemente pasar de una formación “bancaria” —que transmite los contenidos prefabricados, que favorece la pasividad, que instrumentaliza ideológicamente a la persona y no deja aparecer sus capacidades y valores— a una formación más personal, centrada en el destinatario, haciéndole asumir el proceso de educarse en la fe y participando en él. Lo cual exige, ciertamente, nuevos métodos y nuevos lenguajes. Reducir el cambio solo a esto sería imperdonable pero a nadie se le oculta su importancia. Si, además, tenemos en cuenta la mutua convivencia de lo antiguo con lo nuevo, nos obliga a pensar también en pluralidad de métodos y de lenguajes que tendrán que convivir durante largo tiempo. Todo lo cual nos remite a la imagen del cura “multiuso” llamada a desaparecer. Habrá que pensar, dada la escasez, en una mayor movilidad de los que estamos, para que cada uno dedique en la iglesia local sus capacidades, lenguaje adaptabilidad, etc. a aquello para lo que está capacitado, mirando siempre el bien de los destinatarios, el Pueblo de Dios, pero no considerado en su totalidad sino en éste sector, éste ambiente estos grupos, estas funciones, etc., concretas que deberán ser atendidas en pluralidad de parroquias y no solo en una.
Aunque pueda parecer decepcionante, no hemos indicado más que unas cuantas actitudes necesarias en el hoy y aquí de nuestras diócesis. Lo hemos hecho intencionadamente, sin descender apenas a concreciones, para mantenernos fieles a lo que nos propusimos: no suplantar lo que es descubrimiento y trabajo de todos. Estamos convencidos de que si nos sentamos a reflexionar y dialogar sobre lo que la situación demanda y el Espíritu del Señor quiere, encontraremos caminos de fidelidad y soluciones a nuestra escasez, pues Él está más empeñado que nosotros en que encontremos salida a la situación.
NOTAS.—
10. Hebreos 10, 20
11. Marco  1, 27
12. Romanos 6, 4
13. Juan 3, 3-7; Pedro 2, 9
14. Juan 13, 34
15. Lucas 22, 20
16. Romanos 7, 8
17. Efesios 2, 15
18. El Evangelio en el tiempo. I. M. Chenú. 387


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