domingo, 16 de diciembre de 2012

ESCATOLOGIA II: ¿Cómo llegaron los discípulos a la fe en la Resurrección?


Resulta extraño que los discípulos no creyeran en la resurrección de Jesús. Era la fe común de los israelitas si excluimos a los saduceos. Se vislumbra ya en algunos salmos —16, 49, 73— también en la  profecía de Isaías —26,29— se recurre a ella en Daniel —12,2-3.13— y en la época de los Macabeos era ya común esta creencia en el pueblo israelita (2ª Macb 7,9). Esto es lo que los discípulos conocían. Quizá cuando Jesús la refirió a sí mismo no le entendieron “que quería decir aquello de resucitar de entre los muertos” (Mc.9, 10-11), porque se creía también que el Mesías no moriría, y al aplicarlo a Él, tras anunciar su muerte, es lo que no comprenden. La razón también puede estar en que esa fe israelita situaba la resurrección no tras la muerte, sino al final de la historia, en el día de Yahveh. Se lo dice Marta a Jesús a propósito de su hermano Lázaro: “sé que resucitará en el último día” (Jn. 11,25). Por eso pienso que ellos tenían ésta fe, que era la común en las creencias de su pueblo. Ahora bien creer que esto ocurriría en Jesús nada más morir supongo que era lo que les costaba trabajo creer. Así lo mostraron con su comportamiento, la marcha a Galilea, su actitud respecto del sepulcro vacío y en las apariciones son explícitas. No se lo creyeron.
Esto me dice que la resurrección es una cuestión de fe, no es el asentimiento a una teoría filosófica, como puede ser la inmortalidad del alma tan común en muchas religiones. Es más la fe en ella no descansa ni en sepulcros vacíos ni en apariciones, pues ambas realidades, aunque, constatadas por el Nuevo Testamento, pueden tener muchas y muy diversas interpretaciones. Por esto es lógico preguntarse qué fue lo que pasó en estos hombres y mujeres a partir de la muerte de Jesús.
Lo primero que se me ocurre es que ellos tenían unas certezas. Sabían que Dios no abandona a nadie que se ha abandonado a sus manos dándolo todo por Él. Fue la fe de los mártires macabeos; Dios no podía abandonarlos y su resurrección era la réplica de Dios a su entrega. Esto también lo pensarían respecto de Jesús que era su Hijo. Él le fue fiel hasta la muerte y el Padre le fue fiel a Él hasta la vida plena.
Otra certeza que tenían era que Jesús no sólo tenía vida, sino que era la Vida. Así lo recoge Juan (14,6) y Pablo dirá que “porque era hombre lo mataron, pero como tenía el Espíritu fue devuelto a la vida” (Rom.8, 1-17). La última palabra no la tenía la muerte sino la vida.
Y otra certeza a añadir es que Él se lo había dicho en varias ocasiones (Mt. 16,21; 17,22; 20,18 y paralelos), y, aunque no entendieron en aquellos momentos por la sorpresa, una vez acontecida su muerte en la cruz, debieron recordarlo.
Pero hay algo más que debió acontecer en aquellos hombres y mujeres. Me refiero a su experiencia de Jesús. Habían convivido con Él, le habían seguido, le habían visto hacer cosas maravillosas, le habían escuchado y le habían amado. Todo esto había conducido a una experiencia que estaba fundada en un amor muy grande hacia Él. Esta experiencia sufrió el golpe terrible de la muerte pero no murió, fue reviviendo por el recuerdo hasta el punto de convertirse en Presencia. Ésta plenifíca el recuerdo librándolo del vacío y éste llenaba la Presencia para que no cayera en la ceguera (E. Kant). Las dos realidades se reunieron en aquella experiencia y, superado el escándalo de la muerte, sin que vieran la intervención de Dios en ella,  la Presencia y el recuerdo los fueron conduciendo al convencimiento de que lo advertido por Jesús, había acontecido: “hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23, 43). El Padre no necesita ni plazos ni dilaciones hasta el final de la historia, es una cuestión de amor que responde al de Jesús que no aplazó su entrega haciendo su voluntad hasta con ansia (Lc. 27, 15).
Su muerte supuso un golpe muy duro. Habían esperado una intervención de Dios que lo librara de la muerte. Entendían ésta como lo último en su historia. Una vez acontecida sólo quedaba el consuelo en la esperanza del último día, en el final de toda la historia humana. Por eso abandonaron Jerusalén y no pensaron en principio lo del tercer día, que era precisamente el día de Dios, el de su actuación. No lo había librado de la cruz porque fue decisión suya completamente libre y tenía que respetarla pero, acabado el proceso lo rescató de la muerte.
Cuando se apartaron de Jerusalén, con lo que ésta significaba para ellos de luchas, tensiones, miedos y esperanzas fallidas y volvieron a donde estaban sus raíces, donde estaba la experiencia fundante que dio sentido a sus vidas, comenzaron a amontonarse los recuerdos. Todo lo vivido con Él, su primer encuentro, su seguimiento, su enseñanza, su proyecto... todo no podía ser un sueño hermoso no realizado. Tenía que haber algo que explicara el sin‑sentido de aquella muerte, de aquel odio, de aquella prepotencia contra quién ellos experimentaron como el hombre más bueno y más justo que habían conocido hasta el punto de haber sido seducidos por Él. ¿Y Dios no tenía nada que decir?  Si toda su vida y su muerte habían sucedido por Él ¿qué papel era el de Dios, podía abandonar en el abismo de la muerte a quién le dio toda su vida en una entrega inigualable a quién Él llamaba su Abba?
Muchas preguntas debieron hacerse aquellos hombres decepcionados. Habían vivido todos junto a Jesús y ahora no eran capaces de vivir los unos sin los otros compartiendo su trabajo en la pesca. Y hablarían y hablarían sin cansarse haciendo Memoria de quién les había cambiado la vida. Seguro que saltó en su recuerdo aquello de “resucitaré al tercer día”. Este recuerdo en aquella profunda memoria fue haciéndoles sentir no sólo que estaba vivo, sino que estaba presente, no como antes “con” ellos sino de una forma nueva “en”, ellos. Entonces comprendieron que el Padre Dios no se había inhibido ni en la vida ni en la muerte de Jesús, que en Él la creación del hombre había llegado a su término. Su acción no sólo arrebataba todo el sinsentido de la muerte y lo que a ella conduce, sino que la convertía en paso, en tránsito hacia la plenitud de la gloria. Todos sus recuerdos se llenaron de Presencia, toda la vida y la muerte de Jesús fueron recuperadas no como algo que había existido sino como algo presente que seguía dando vida y salvación a todos los hombres que quisieran aceptarlo. No como un muerto que no dice nada, sin otra presencia que el recuerdo, sino como el Viviente que llena de Presencia una Memoria que se perpetúa en la vida.
No puede uno imaginarse lo que estos hombres sintieron al ir tomando conciencia de que el crucificado estaba vivo. Hasta convertir en alegría la profunda tristeza que habían sentido, al ver que Dios, el Abba querido de Jesús, no le había abandonado, que lo levantaba de la muerte y le adentraba en la plenitud de la gloria, no retrasando su actuación hasta el final de la misma sino anticipándola en la Hora de la muerte. Así la muerte de Jesús pasó a ser el día final porque marcó su Hora, en la que el Padre mostró su amor inmenso a los hombres y nos ha dado su Espíritu a través de su corazón traspasado. Ellos lo expresaron  con el “tercer día”, el día de la plenitud, el Día por excelencia.
Otra cosa distinta para ellos, era mostrar esa resurrección a los demás, la situación nueva en la que se encontraba Jesús y su relación actual con ellos. Cómo transmitir esa experiencia a quienes no la habían sentido. Lo hicieron de una forma sencilla, asequible a aquella gente que entendía la resurrección como un retomar lo muerto. Quizá por esto hablaron del sepulcro vacío aunque esto en verdad no diga nada sobre la resurrección porque resucitar no es retomar lo muerto —recuperar esta existencia histórica— sino la transformación de lo vivo haciéndolo capaz de la vida total y definitiva. Hablaron de sepulcro vacío sencillamente porque era la manera de decir inteligiblemente que el crucificado estaba vivo; aunque, realmente, recuperar un cadáver desde una situación ya gloriosa resulta hasta un contrasentido. Era la forma sencilla de decir a todos: “no busquéis entre los muertos al que vive” (Lc. 24, 6). Aunque si se encontrara su cadáver no diría nada contra su resurrección. También era la forma de plasmar gráficamente la experiencia terrible que habían tenido tras la muerte de Jesús. Vacío, vacío infinito que provocaba su ausencia —“estaban de duelo y llorando” (Mc. 16, 10-11)— y que necesitaban llenar con sus recuerdos. En la muerte Él era el ausente y esta terrible experiencia no tenía consuelo para ellos. Hablar de sepulcro vacío era también la forma de expresar que no tuvieron ni siquiera el consuelo de la presencia de su cadáver porque, sin Él vivo, todo se derrumbó y huyeron. Fue en la lejanía, al revivir su experiencia con Él, al volver a sus raíces, cuando entendieron que la muerte  no había dicho lo último sobre Él. La había dicho la vida y lo hizo en el ámbito mismo de la muerte, en el sepulcro donde ella impera a su gusto, dejándolo vacío al mostrar su impotencia y sinsentido. Desde entonces todos los sepulcros, aunque contengan cadáveres, están vacíos. Ella sólo domina sobre los despojos, lo inservible para la Vida. Parece que posee algo pero realmente es un inmenso vacío.
Lo mismo debió ocurrir con las apariciones. Fue la forma sencilla y asequible de decir lo que experimentaban, que Él estaba vivo y presente en ellos. Sentían su Presencia pero ¿cómo decirla a los demás de una forma creíble? Llenándola con el recuerdo y presentándola así. Era como decirles a los demás que era el mismo, por eso lo ponen comiendo con ellos, tocándolo, recibiendo su misión y continuándola. Es el mismo aunque tienen que reconocer que vive de otra manera. No es una presencia física y objetiva, ésta sería una contradicción en un estado glorioso. En éste no se retoma lo que se enterró o incineró, un cadáver que es comido de gusanos o, también, puede ser devorado por animales. Presentarse físicamente, con el mismo cuerpo que antes de la muerte, sería, además, un engaño pues estaría mostrando una forma de existir ya inexistente. En una situación gloriosa, todo lo corpóreo que correspondía a su persona ha sido transformado por la resurrección, Como dice Pablo de cuerpo corruptible ha pasado a la incorruptibilidad, de lo material a lo espiritual. No tiene la misma naturaleza que antes.
A quién tiene una aparición le llamamos vidente. Pero para conocer la naturaleza de la visión tenemos que saber qué ve y cómo lo ve. Se puede ver algo que tiene una realidad física, pero también pueden verse cosas con otro tipo de visión, como puede hacerlo la fantasía o la imaginación sin que tenga una presencia física. También puede  ser la toma de conciencia de algo existente que hasta ese momento estaba oculto al vidente. ¿Es esto lo que ocurrió con los discípulos y con Pablo posteriormente? Pienso que ni fue una visión física —con los ojos de la cara— ni fue efecto de la fantasía o la imaginación. Ellos, por la acción del Espíritu, tomaron conciencia y sintieron su Presencia y la vivieron. Esto no era una invención, pero la presencia sola es ciega, puede interpretarse de muchas maneras y vivirse de muchas más, pero a la Presencia se unió el recuerdo, la Memoria que le dio cuerpo desde las experiencias que habían vivido con Él. Esto impidió, con la ayuda del Espíritu, que esa Presencia sin corporeidad alguna pudiera diluirse o mal interpretarse. Fue la Memoria la que se lleno con la Presencia e impidió que ésta pudiera quedar en un sentimiento vacío. Esto les permitió no sólo reconocer el estado glorioso del crucificado sino también fundar autorizadamente la misión que ahora ellos tenían que emprender.
Memoria y Presencia les permitieron tomar conciencia de que Dios no le había abandonado. Siempre había estado con Él y, en el momento de la cruz, también. No podía ser de otra manera. Dios es creador y esto significa no sólo que ha lanzado una vida a la existencia, sino que la ha sostenido, y la ha hecho crecer hasta lograr su plenitud; hasta el punto de que no hay ser ni instante de ser, ni producción de ser que no sea creado por Dios. Esto ha ocurrido también en Jesús desde su concepción hasta su muerte. Esta vida creada, sostenida y plenificada por Dios, poseída plenamente pues no “tenía vida” sino que era la “Vida”, es de tal calidad que, ya en su existencia histórica, está por encima de la muerte y, consiguientemente, su muerte biológica no puede destruirla. Tomando conciencia de esta realidad ‑que había puesto de manifiesto en la resurrección de Lázaro ‑ vieron también con claridad una continuidad entre lo que fue su vida histórica y lo que era su vida gloriosa. La resurrección la mostraba de otra manera pero era la misma vida porque era Él la resurrección y la vida. Era el mismo, aunque ya sin las limitaciones que la existencia histórica y la finitud de su condición humana aquí le había impuesto. Esta toma de conciencia se volvió como un foco poderoso hacia atrás, hacia toda la existencia histórica de Jesús. El recuerdo se iluminó esplendorosamente y todo su vivir aquí, sus acciones, sus gestos, sus expresiones, su doctrina, todo lo suyo, que era verdaderamente humano, aparecía penetrado por la acción del Padre hechos vida en el Hijo y todo fue rescatado en la Memoria, continuando en la actualidad e impidiendo que fuera reducido a mero recuerdo. Todo se volvió actual, todo era Presencia no pasado, porque todo fue manifestación de la Vida que era Él y esa vida es necesariamente eterna.

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